El Corpus Christi es la fiesta de la vida
entregada, del Cuerpo y de la Sangre dados a nosotros: participar del Cuerpo y
de la Sangre de Cristo no tiende a otra cosa que ha transformarnos en aquello
que recibimos (san León Magno). Dios está en nosotros: mi corazón lo asimila y él asimila mi corazón, y nos hacemos una sola cosa. El ser humano es la única
criatura que tiene a Dios en su sangre. (Giovanni Vannuci), tenemos en nosotros
un cromosoma divino.
Jesús hablaba a las multitudes del Reino y curaba a
quienes tenían necesidad de sanación. Hablaba del Reino, anunciaba la buena
noticia de que Dios está cerca, con amor. Y curaba. El evangelio está repleto
de milagros. Jesús toca la carne de los pobres, y la carne sana, ojos nuevos
que se llenan de luz, un paralítico que danza al sol con su camilla, se
convierten como el laboratorio del Reino de Dios, el signo de un mundo nuevo,
sanado, liberado, que puede respirar aliviado.
Y los 5.000, a su vez, quedan encantados ante este
sueño, y deben intervenir los Doce: Mándalos a su casa, está a punto de caer la
noche y estamos en un lugar desierto. Sí, les preocupa la gente, pero adoptan la
solución más mezquina: Mándalos a casa. Jesús no ha echado nunca a nadie.
El primer paso hacia el milagro, compartir más que
multiplicar, es una cambio que Jesús da a la narración: dadle vosotros de
comer. Un verbo simple, seco, práctico: dad. En el evangelio el verbo amar se
traduce siempre con otro verbo concreto: dar. Dios ha amado tanto al mundo que
le ha dado a su Hijo (Jn 3, 16); no hay amor más grande que dar la vida por los
amigos (Jn 15,14).
Los apóstoles no pueden, solo tienen cinco panes,
un pan por cada mil personas, es muy poco, casi nada. Pero la sorpresa de
aquella tarde es que, el poco pan, compartido, resulta suficiente; que la
superación del hambre no consiste en comer solo, vorazmente, el propio pan,
sino en compartirlo, compartir lo poco que tenemos: dos peces, un vaso de agua
fresca, aceite y vinagres sobre las heridas, un poco de tiempo, un poco de
corazón. La vida se alimenta de vida donada.
Todos comieron hasta saciarse. Aquel “todos” es
importante. Hay niños, mujeres, hombres. Santos y pecadores, sinceros y mentirosos;
nadie está excluido; mujeres samaritanas con cinco maridos y unos cuantos
divorciados. Nadie está excluido. Pura gracia.
Y es voluntad de Dios que la Iglesia sea así: capaz
de enseñar, sanar, dar, saciar, acoger sin excluir a nadie; capaz, como los
apóstoles, de aceptar el desafío de poner en común lo que tiene, de poner en
juego sus bienes. Si hiciéramos así, nos daríamos cuenta de que el milagro ya
ha sucedido, de que es una prodigiosa multiplicación, no del pan sino del
corazón.
(Ermes Ronchi – www.retesicomor.it. Traducido del
italiano)
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