Las lágrimas tienen un gran efecto terapéutico. Llorar nos ayuda a expresar sentimientos profundos que muchas veces, si no se exteriorizan, nos hacen daño. Llorar es sano, muy sano... Todos hemos experimentado que, junto con las lágrimas, también fluye el dolor y nos quedamos más serenos y relajados...
En el evangelio de hoy, Jesús llora... No es la primera vez ni será la última...
A Jesús le conmueve la situación de Jerusalén, la ciudad santa. Es consciente de que se trata de un pueblo que sufre, víctima de muchas formas de violencia... Jesús es consciente de la realidad que lo rodea y no se queda al margen o indiferente. Y le duele. Jesús no llora por sus problemas; llora al ver las consecuencias del egoísmo y la insolidaridad... A veces me pregunto, ¿y yo qué siento cuando contemplo la realidad, cuando veo el drama de los refugiados, de los sin techo, de...? ¿Me duele...? ¿O a veces estoy tan centrada en mí misma que solo veo mis problemas, mis dificultades...? ¿Qué me hace llorar...?
Y lo que más le duele a Jesús es darse cuenta de que vivimos tan a ras de tierra, tan centrados en nosotros mismos, que no nos damos cuenta de la presencia de Dios, de su amor, de sus llamadas a construir un mundo en el que todos podamos vivir en paz, con justicia, con dignidad... "¡Si al menos tú comprendieras en este día lo que conduce a la paz!"
A Dios le duele nuestro mundo, le duele nuestro sufrimiento... Salgamos de nosotros mismos, de nuestro pequeño mundo... Aprendamos a mirar el mundo con amor, a conectar con el dolor de las personas... Reconozcamos su presencia y su amor que nos envuelve y acojamos las invitaciones que nos hace a ser instrumentos de su paz...
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