Comienza el tiempo de Adviento, cuando la búsqueda de Dios se transforma en espera de Dios. De un Dios que está siempre naciendo, siempre de camino, siempre extranjero en un mundo y en unos corazones distraídos. Aquella distracción que deriva en superficialidad, "el vicio supremo de nuestra época " (R. Panikkar). "Como en los días de Noé, cuando no se dieron cuenta de nada". Y es posible vivir así, pasando por la vida, usufructuándola, pero no viviéndola; sin sueños y sin misterio
Es posible vivir "sin darnos cuenta de nada", de quien vive contigo en tu casa, de quien te dirige una palabra, de los centenares de náufragos en Lampedusa o del pobre que está a la puerta. Sin ver este planeta envenenado y humillado, y nuestra casa común depredada por nuestros estilos de vida insostenibles. Se puede vivir sin rostros: rostros de pueblos en guerra; rostros de mujeres violadas, compradas, vendidas; de ancianos en busca de una caricia y de consideración; de trabajadores precarios, a quienes se les roba su futuro.
Para darse cuenta es necesario detenerse, en esta carrera, en este ritmo loco de vida en el que estamos atrapados. Y, después, arrodillarnos, escuchar como los niños y mirar como los enamorados: entonces te das cuenta del sufrimiento de alguien que está a tu lado, de la mano tendida, de los ojos que te buscan y de las lágrimas silenciosas. Y de la cantidad de dones que cada día nos trae, de la bondad y belleza que habita en cada ser.
El otro nombre del Adviento es vivir atentos. Una palabra que no indica un estado de ánimo sino un movimiento, un "tender hacia", saliendo de nosotros mismos. El Adviento es un tiempo de senderos, cuando el nombre de Dios es "Aquel que viene", que camina a pie, sin hacerse notar, por nuestros caminos polvorientos, en los zapatos de los pobres y de los migrantes, caminante de los siglos y de los días. Para ello necesitamos tener los ojos abiertos.
"Dos hombres estarán en el campo, dos mujeres estarán moliendo, a uno se lo llevarán y a otra la dejarán ". No son palabras referidas al fin del mundo, o a la muerte inesperada, sino al sentido último de las cosas, aquello más profundo y definitivo. En los campos de la vida, unos viven de manera adulta, otros infantil. Uno vive atisbando el infinito, otro solo dentro del círculo estrechó de su vida y de sus necesidades. Uno vive para apropiarse y tener, otro, en cambio, es generoso con los demás y comparte pan y amor.
De estos dos, solo uno está preparado para el encuentro con el Señor. Uno solo está en el umbral de la puerta y percibe los pequeños brotes que nacen en él, a su alrededor, en la gran historia, en los pequeños relatos, mientras el otro no se da cuenta de nada. Solo uno sentirá las ondas del infinito que vienen a bañar las orillas de su vida, y una mano que llama a su puerta, como un invitación a velar.
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