“Señor, enséñanos a orar”.
Orar es conectar el cielo con la tierra (M. Zundel), pegarnos a Dios, como se pega la boca a la fuente. Orar es abrirse, con el gozo sediento y silencioso de la hierba que acoge el agua que lo vivifica y lo hace fecundo: “que sepas que Tú eres para mí, lo que la primavera es para las flores” (G. Centore).
Orar es dirigirnos a Dios como a un padre, un papá que ama a sus hijos, no al señor, el rey o el juez. Un Dios que no se impone sino que nos abraza; un Dios cariñoso, cercano, tierno, a quien pedir las pocas cosas que nos son indispensables para vivir. Y pedirle como hermanos, olvidando las palabras “yo” y “mío”, pues no existen en el diccionario de Dios. De hecho, en la oración que nos enseña Jesús solo existen las palabras “tú” y “nuestro”, como si se tratase de unos brazos abiertos, deseando abrazar el mundo.
Y lo primero que nos enseña a pedir es esto: “santificado sea tu nombre”. El nombre de Dios es amor. Que el amor sea santificado en la tierra por todos, en todo el mundo. Que el amor santifique la tierra. Si hay algo santo en este mundo, algo eterno en nosotros, es nuestra capacidad de amar y ser amados.
Lo segundo: “Venga a nosotros tu reino”, que la tierra sea como Tú la has soñado. Que venga ya, sin demora. Que actúe la levadura ya presente en lo profundo de las cosas y fermente; que la semilla se convierta en pan, que el alba dé paso a un amanecer lleno de luz.
Y, luego, la tercera petición. Tercera porque, sin las dos primeras, no sería suficiente: “Danos nuestro pan de cada día”. Pan es todo aquello que alimenta la vida y la felicidad: danos el pan y el amor, ambos igualmente necesarios; el pan y el amor, ambos cada día. Pan para sobrevivir, amor para vivir. Y que sea “nuestro” pan, porque si alguien está saciado, mientras otro muere de hambre, ese no es el pan de Dios, y el mundo nuevo no se abre camino.
En cuarto lugar: “perdona nuestros pecados”, arranca todo aquello que nos pesa en lo profundo del corazón y lo envejece, aquello que está en mí y que ha hecho daño a los demás, aquello de los demás que me ha hecho daño, todas las heridas que se mantienen abiertas. El perdón no se reduce a un borrón y cuenta nueva sobre el pasado, sino que hace posible el futuro, abre caminos, purifica el aire que respiramos. Y nosotros, que hemos experimentado el poder del perdón, lo damos a nuestros hermanos y a nosotros mismos (y qué difícil es, a veces, perdonarnos a nosotros mismos) para, así, volver a edificar la paz.
Y, por último: “No nos dejes caer en la tentación”. Si nos ves presa del miedo, la desconfianza, la tristeza; si nos ves sumergidos en lo que nos hace daño, Padre, buen samaritano de nuestras vidas, danos tu mano y sácanos de allí. Será como despegar, surcar las nubes y volver al azul del cielo, a la luz (M. Marcolini). Y luego, volver a la tierra, empapados de sol.
(Ermes Ronchi – www.retesicomoro.it – traducido del italiano)
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