La parábola del rico sin nombre y del pobre Lázaro es una de esas páginas que pone ante nosotros muchos de esos comportamientos inhumanos. Un rico sin nombre, para quien el dinero se ha convertido en su identidad, su segunda piel. El pobre, en cambio, tiene el nombre del amigo de Betania. El evangelio no usa nunca nombres propios en las parábolas. El pobre Lázaro es una excepción, una feliz anomalía que deja percibir los latidos del corazón de Jesús.
El pobre murió y fue llevado al seno de Abraham, murió el rico y fue sepultado en el infierno. ¿Por qué es condenado el rico? ¿Por el lujo, por llevar ropa de marca, por sus excesos de gula? No. Su pecado es la indiferencia hacia el pobre: ni un solo gesto, ni una palabra. Lo contrario al amor no es el odio sino la indiferencia, por la cual el otro ni siquiera existe. Y Lázaro no es nada más que una sombra entre los perros.
El pobre es llevado en alto; el rico es sepultado en bajo: ambos están en los dos extremos de la sociedad en esta vida, y a los dos extremos después. Entre nosotros y vosotros hay un gran abismo, dice Abraham, de algún modo permanece la gran separación creada en vida. Porque la eternidad empieza ya en el tiempo, se insinúa en el instante, poniendo de manifiesto que el infierno está ya aquí, generado y nutrido por nuestras decisiones sin corazón: el pobre está en el portal de la casa, el rico entra y sale y ni siquiera lo ve, no tiene los ojos del corazón.
En esta historia, faltan tres gestos: ver, pararse y tocar. Tres verbos profundamente humanos, las primeras tres acciones del Buen Samaritano. Faltan, y entre las personas se cavan abismos, se alzan muros. Pero quien levanta muros, se aísla a sí mismo. “Te pido, manda a Lázaro con una gota de agua en el dedo… mándalo a avisar a mis cinco hermanos… No, ¡ni aunque vean regresar a un muerto, se convertirán!”
Lo que convierte no es la muerte sino la vida. Quien no se ha planteado el problema de Dios y de los hermanos o la pregunta por el sentido ante el impresionante y doloroso misterio que es la vida, entre sonrisas y lágrimas, no se lo planteará ni siquiera ante el misterio más pequeño y oscuro que es la muerte.
“Tienen a Moisés y a los profetas”, tienen el grito de los pobres, que son la palabra y la carne de Dios (lo que habéis hecho a uno de estos, los más pequeños, me lo habéis hecho a mí). En su hambre, es Dios quien tiene hambre; en sus llagas, es Dios quien está llagado.
No hay aparición o milagro u oración que cuente más que su grito: “Si estás orando y un pobre tiene necesidad de ti, ve hacia él. El Dios que dejas es menos seguro que el Dios que encuentras” (San Vicente de Lellis). En la parábola, no se nombra a Dios; sin embargo, se deja intuir que estaba presente, cerca de su amigo Lázaro, atento a los gestos que se tienen con el pobre, pronto a recordarlo y cuidarlo para siempre.
(Ermes Ronchi - www.retesicomoro.it - traducido del italiano)
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