Hay muchas maneras de ir por la vida... Distraídos, con prisa, persiguiendo nuestros objetivos, dormidos, ciegos...
Una vez leí una de parábola de Leonardo Boff. Semejaba la vida a un tren. En él viajan muchas personas, distribuidas en distintos vagones. Unos en clase turista y, otros, en preferente... Unos van leyendo, otro mirando por la ventana, algunos conversando y, muchos en sus cosas... Pero, al final, todos llegarán al mismo destino y no viajamos solos... Sí, la vida es un viaje, un trayecto, un camino hacia... Aunque a veces vivimos como si fuera nuestro único horizonte... Por eso, alguna vez viene bien preguntarnos cómo voy yo por la vida...
San Lucas definió a Jesús como alguien que pasó por la vida haciendo el bien... Qué dirían de mí?
Ese pasar haciendo el bien no era fruto de un activismo voluntarista... Hay personas que no saben estar sin hacer nada o sin resolverle la vida a los demás. Las acciones de Jesús son fruto de ir por la vida con los ojos abiertos, atento a lo que le pasaba a los demás, mirando con los ojos y con el corazon. Un mirar capaz de conmoverse y que, por eso, lo lleva a hacer algo.
En el evangelio de hoy, Jesús va de camino y se encuentra con un entierro... Una mujer viuda, va a sepultar a su único hijo. Unido a su dolor, está la situación de total precariedad e indefensión en la que queda... Y Jesús se conmueve... Se detiene... Y hace lo que está en su mano. En este caso, devolver aquel hijo a su madre...
Probablemente en nosotros no está el poder de resucitar a un muerto. Pero sí la de detenernos, escuchar, acoger un dolor, consolar, dar apoyo y esperanza...
No pasemos de largo ante el dolor de la gente, empezando por los que están cerca, por los que me encuentro en mi día a día... Miremos, detengámonos, escuchemos... Solo este gesto, en muchos casos, devuelve la esperanza y la vida...
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