A lo largo de la vida, todos hemos sufrido heridas... Hay personas que nos han hecho daño... Hay circunstancias, situaciones de las que hemos salido heridos... Vivir supone gozar y también sufrir... Y ambas experiencias, si se integran bien, nos hacen madurar y nos vuelven más humanos...
Las heridas forman parte del camino. Pero hay que cuidar que cierren bien, que cicatricen. Las cicatrices forman parte de nuestra biografía, son la señal de que hemos vivido. Jesús no borró de su cuerpo las heridas. Sus cicatrices siguen ahí. Y las convirtió en muestras de su amor, del amor de Dios hacia nosotros, hacia mí.
En el evangelio de hoy, Jesús nos dice algo muy importante y profundamente sanador: "No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma".
Sí, muchas cosas, personas, circunstancias... nos pueden haber hecho daño, nos pueden haber dejado heridas a veces difíciles de cerrar, pero nadie puede dañar ese recinto sagrado que es nuestra alma... Allí, en ese lugar, estamos siempre a salvo, protegidos, pues en ese lugar habita Dios y su amor infinito hacia nosotros...
Nada en la vida escapa al amor de Dios. Cuantas más heridas hayamos sufrido por el camino, más grande su amor hacia nosotros... Jesús es el buen Samaritano que recorre mis caminos, que se detiene junto a mí cuando me ve malherido... Venda mis heridas... Me cuida... Me ama... Me reconstruye por dentro... Las heridas cicatrizan con el bálsamo del amor... Y nuestras cicatrices se convierten en muestras de ese amor tierno y bondadoso de Dios...
En el camino de la vida tendremos heridas... Pero nada ni nadie podrá separarnos del amor de Dios... Las heridas podrán dañar mi cuerpo, mi parte más exterior; tendremos recuerdos dolorosos, muchas veces sangrantes, pero nunca podrán dañar mi alma, mi corazón... Ahí estará siempre Dios para aliviarme, sanarme, reconstruirme por dentro... Y eso hará de mí también un buen Samaritano para los demás.
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