El martes 10 de enero hemos dado inicio al que conocemos como Tiempo Ordinario, que es aquella parte del año litúrgico distinto de los llamados Tiempos fuertes: Adviento, Navidad, Cuaresma y Pascua.
Este tiempo abarca 33 ó 34 semanas, en las que no se celebra ningún aspecto particular del misterio de Cristo (Adviento y Navidad se centran en la Encarnación, y la Cuaresma y Pascua en al Misterio Pascual), si bien a lo largo de estas semanas hay numerosas fiestas tanto del Señor como de la Virgen y de los Santos.
El Tiempo Ordinario se divide en dos “partes”. La primera empieza con la celebración de la Fiesta del Bautismo del Señor y dura hasta el martes anterior al Miércoles de Ceniza, que da inicio a la Cuaresma. Ahí se interrumpe para reiniciarse desde el lunes siguiente a Pentecostés hasta las vísperas del primer domingo de Adviento (que es el domingo más próximo al 30 de noviembre) con el cual se inicia el Nuevo Año litúrgico. Las fechas varían cada año, pues se toma en cuenta los calendarios antiguos que estaban determinados por las fases lunares, sobre todo para fijar la fecha del Viernes Santo, día de la Crucifixión de Jesús; a partir de ahí se estructura todo el año litúrgico.
El tiempo Ordinario es el tiempo más largo, cuando los cristianos somos llamados a profundizar en la persona de Jesús y en el Misterio Pascual, y a vivirlo en la vida de cada día. Para ello nos ayudan las lecturas bíblicas de las misas, distribuidas de modo que, quien las lee todos los días, en dos años habrá leído lo más importante de la Sagrada Escritura, y quien va a la eucaristía todos los domingos, hará este recorrido a lo largo de tres años.
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