domingo, 16 de abril de 2017

Domingo de Resurrección (Ciclo A): ¡Ha resucitado! (Jn 20, 1-9)

Como el sol, Cristo tomó un nuevo impulso en el corazón de una noche: aquella de Navidad llena de estrellas, de ángeles, de cantos, de rebaños la retoma en otra noche, la de Pascua: noche de naufragio, de un terrible silencio, de hostil oscuridad sobre un grupo de hombres y mujeres consternados y desorientados. Las cosas más grandiosas acontecen de noche.
María Magdalena sale de casa cuando aún hay oscuridad en el cielo y en su corazón. No lleva óleos perfumados o nardo; no tiene nada entre sus manos, solo su vida resucitada: Jesús había expulsado de ella siete demonios. Va al sepulcro porque no se resigna a la ausencia de Jesús: “Amar es decir: ¡tú no morirás!” (Gabriel Marcel). Y vio que la piedra había sido quitada. El sepulcro está abierto, vacío y resplandeciente en la frescura del alba, abierto como la cáscara de una semilla. Y en el jardín es primavera.
Los evangelios de Pascua comienzan contando lo que les sucedió a las mujeres aquella madrugada llena de sorpresas y carreras. La tumba que habían visto cerrar, está abierta y vacía. Él no está. Falta el cuerpo del ajusticiado. Pero esta ausencia no basta para creer: “se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”.
Un cuerpo ausente. De aquí parte la carrera de Magdalena aquella mañana, la carrera de Pedro y Juan, el miedo de las mujeres, el desconcierto de todos. La primera señal es el sepulcro vacío, y esto quiere decir que en la historia humana falta un cuerpo para cerrar el balance de los que han sido asesinados. Una tumba está vacía, falta un cuerpo en la contabilidad de la muerte, sus cuentas dan pérdida.
Falta un cuerpo en el balance de la violencia; su balance es negativo. La Resurrección de Cristo eleva nuestra tierra, este planeta de tumbas, hacia un mundo nuevo, donde el verdugo no vence a las víctima eternamente, donde los imperios fundados sobre a la violencia, caen; y sobre las llagas de la vida se posa el beso de la esperanza. Pascua es el tema más difícil y más hermoso de toda la Biblia.
Balbuceamos, como los evangelistas, que para intentar contarla se hicieron pequeños, no inventaron palabras, sino que tomaron prestado los verbos del alba: despertarse, levantarse: El Señor se despertó y se puso en pie. Es hermoso pensar que la Pascua, lo inaudito, es contado con los verbos más simples del amanecer, de cada una de nuestros amaneceres, cuando también nosotros nos despertamos y levantamos, en nuestras pequeñas resurrecciones cotidianas.
Aquel día único es contado con los verbos de cada día. Pascua es aquí, ahora. Cada día, aquel día. Porque la fuerza de la Resurrección no descansa hasta que no haya alcanzado el último resquicio de la creación, y no haya removido la piedra de la última tumba (Von Balthasar).
(Ermes Ronchi - www.retesicomoro.it - traducido del italiano)

domingo, 9 de abril de 2017

Domingo de Ramos (Ciclo A). Lectura de la Pasión (Mateo 26,14- 27,66)

Con la lectura de la Pasión se abren los días culmen, aquellos de los que deriva y a los que conduce toda nuestra fe. Aquellos que todavía nos enamoran. ¿Queréis saber algo sobre mí? -dice el Señor-. Os doy una idea: un hombre crucificado. La cruz es la imagen más pura y elevada que Dios ha dado de sí mismo.Y todavía permanece abierta una pregunta. "Apenas nada", de David M. Turoldo: No, creer en Pascua no es fe auténtica: ¡en Pascua eres demasiado hermoso! La fe verdadera es en Viernes Santo, cuando Tú no estabas allá arriba, cuando ni siquiera el eco responde a tu grito, y apenas nada da forma a tu ausencia.Antes, Jesús nos haba citado en otro lugar, un lugar que está por debajo, donde se ciñe una toalla y se inclina para lavar los pies de los suyos. ¿Quién es Dios? El que me lava los pies. De rodillas, ante mí. Sus manos sobre mis pies. Como Pedro, yo también quisiera decir: déjalo, no lo hagas, es demasiado.
Y Él: soy como el esclavo que te espera y, a tu regreso, te lava los pies. Pablo tiene razón: el cristianismo es escándalo y locura. Dios es así: es beso para quien lo traiciona, no rompe a nadie, se parte a sí mismo. No derrama la sangre de nadie, derrama su propia sangre. No pide sacrificios, se sacrifica a sí mismo.
Y queda rota toda imagen, toda idea que nos haga tener miedo a Dios. Y esto nos permite volver a amarlo como enamorados, no como sometidos. La suprema belleza de la historia es la que aconteció en las afueras de Jerusalén, sobre aquella colina donde Dios se deja clavar, pobre y desnudo, sobre un madero para morir de amor.
La piedra angular de la fe cristiana es la cosa más hermosa del mundo: bello es quien ama; bellísimo, quien ama hasta el final. Y el primero en acogerlo no fue un discípulo sino un extranjero, un centurión pagano: "realmente este era Hijo de Dios". No ante un sepulcro que se abre, no ante un destello de luces, sino en la desnudez de aquel Viernes, viendo a aquel hombre en la cruz, en el patíbulo, en el trono de la infamia, como un gusano, un soldado experto en la muerte, dice: "realmente este era Hijo de Dios. Ha visto a alguien morir de amor y ha entendido que es cosa de Dios.
"Estaban allí muchas mujeres mirando desde lejos". En aquella mirada, llena de amor y de lágrimas, en aquel agarrarse con los ojos a la cruz, nació la Iglesia. Y renace cada día en que tiene hacia Cristo, todavía crucificado en sus hermanos, la misma mirada de amor y de dolor, que circula en las venas del mundo como una potente energía de Pascua.
(Ermes Ronchi - www.retesicomoro.it - traducido del italiano)