jueves, 25 de agosto de 2022

XXII Domingo (Ciclo C): Seamos humildes y generosos (Lc 14, 1.7-14)

1. LEE: Lucas 14, 1.7-14

El evangelio de hoy nos va a brindar una enseñanza muy útil para nuestra vida cotidiana.

Jesús sigue su camino hacia Jerusalén. Ahora, sin embargo, lo vamos a ver asistiendo a una comida. El jefe de los fariseos lo ha invitado a su casa a una gran fiesta a la que asisten muchos invitados.

El tema de la comida es muy importante en los evangelios. A Jesús le gustaba compartir la mesa con todo tipo de personas, publicanos, pecadores, prostitutas y gente importante. Él no hace acepción de personas. Al parecer era algo tan habitual en Él, que lo llegaron a acusar de ser un comilón y un borracho.

Participar en comidas tiene un significado muy especial. En las comidas se da un ambiente familiar, cercano. Con este gesto, Jesús quería poner de manifiesto que Dios es alguien cercano, alguien que está deseando sentarnos a su mesa, como un padre o una madre ansía siempre reunir a su familia. De hecho, las comidas de Jesús son un antecedente de la eucaristía. En la eucaristía, nos reunimos en torno al Señor sus hijos e hijas y, allí, el nos alimenta con su cuerpo y con su sangre, comparte con nosotros su misma vida.

Ya en la comida, Jesús observa el comportamiento de la gente. Él es un contemplativo. Observa y de todo saca una enseñanza. Y, ¿qué observa? Que hay personas que enseguida buscan los primeros puestos y que, seguramente, a alguno de ellos les habrán llamado la atención pues se sentaron donde no les correspondía…, ¡qué vergüenza!

Aprovechando esto, cuenta una parábola en la cual se nos anima a no buscar “lo mejor” para nosotros sino para los demás; a tener una visión “modesta” de nosotros mismos. Incluso lo motiva con argumentos también muy humanos: “no exponernos al ridículo”.

En nuestras sociedades competitivas, lo importante es lograr protagonismo –primeros puestos–, despertar admiración y en­vidia; lo que prima es, como suele decir­se, “salir en la foto”. En cambio, Jesús nos recuerda que quien asigna los puestos es el anfitrión, que quien tiene un lugar reservado para nosotros es Dios, que no necesitamos estar buscando un lugar relevante pues Dios ya nos tiene sentados a su mesa. Se nos invita, por tanto, a la humildad.

A continuación, se dirige al anfitrión. Como suele ser habitual, aquel jefe de fariseos había invitado a sus amigos, parientes, personas importantes… Y Jesús le dice que, para la próxima, invite a cojos, lisiados, pobres, etc. ¿Por qué? Porque Jesús quiere que aprendamos a actuar sin esperar nada a cambio, a actuar con gratuidad y generosidad. Es decir, nos anima a hacer el bien a quienes no podrán recompensarnos, a romper con la dinámica de hacer las cosas siempre y cuando podamos obtener algún beneficio.

Dicho esto, el evangelio nos regala una bienaventuranza: Si actuamos así, seremos felices, pues la recompensa la tendremos de nuestro Padre del cielo.

Actuemos con sencillez, sin andar buscando protagonismos y seamos generosos, gratuitos… como es Dios con nosotros…

2. MEDITA
  • ¿Soy de los que buscan los primeros puestos?
  • En lo que hago, ¿busco algún tipo de reconocimiento o recompensa? ¿Cómo me siento cuando no los recibo?
  • ¿Soy “elitista” en mis relaciones? ¿A qué tipo de personas suelo excluir o sencillamente ignorar?
3. ORA
  • Dialoga con el Señor...
  • Pídele… Dale gracias…
  • Haz silencio en tu interior…
4. COMPROMÉTETE
  • ¿A qué te invita su Palabra?
  • ¿Qué podrías mejorar o cambiar?

viernes, 19 de agosto de 2022

XXI Domingo (Ciclo C): "La puerta estrecha" (Lc 13, 22-30)


1. LEE: Lucas 13, 22-30

Muchos grupos y sectas, y no pocas personas, viven obsesionados por saber cuántas personas podrán finalmente salvarse, y si, entre ellos, estaremos nosotros. Precisamente el evangelio de hoy nos habla de la famosa “puerta estrecha” que da acceso al Reino de Dios, es decir, a Dios mismo, y de quiénes entrarán en él.

Seguimos en camino hacia Jerusalén. Lucas insiste en recordarnos este dato en muchos momentos (cfr. 9,51.53.57; 10,1.38; 11,1; 13,22.33; 14,25; 17,11; 18,31.37; 19,1.11.28). En ese camino, un oyente “anónimo” (podría ser cualquiera) le hace una pregunta a Jesús: «Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?» Jesús no entra en el “cuántos” sino que aprovecha para dar una enseñanza clara: «Luchen para entrar por la puerta estrecha». Esta es la exhortación que nos hace el evangelio de hoy. A él no le interesa el número sino que nos recuerda que entrar en la lógica del Reino no es fácil; por nuestra parte requiere “lucha”, compromiso. No porque sea cuestión de puños sino porque debemos luchar contra nuestras dinámicas egocéntricas, con nuestra tendencia a la mediocridad, a conformarnos con lo ya conseguido. Entrar por la puerta estrecha es hacer vida el mensaje de Jesús sin caer en la trampa de creer que basta con llamarnos cristianos. Recordemos, no el que dice «Señor, Señor entrará en el Reino» sino el que hace la voluntad del Padre; es decir, el que vive conforme al evangelio.

Tenemos que asumir con decisión el camino de nuestro seguimiento, sin caer en la trampa de pensar que, con lo que somos y hacemos, ya es suficiente y hemos llegado a la meta; el irnos asemejando a Jesús es un camino de toda la vida. De fondo hay un dato importante: Ni ser israelita entonces ni ser cristiano ahora asegura automáticamente la entrada en el Reino de Dios. Incluso la “seguridad” de pertenecer a la Iglesia o ejercer en ella servicios diversos puede ser un obstáculo real para entrar en él.

El texto nos advierte de que podemos encontrarnos con la sorpresa de encontrar la puerta cerrada y escuchar: «No sé de dónde son ustedes» (vv. 25.27). Por tanto, no basta haber “comido y bebido” con Jesús (¿haber participado en la Eucaristía?), ni haber escuchado su enseñanza (saber muy bien la doctrina de la Iglesia, conocer el evangelio…). El problema es no hacerlo vida. Y, más aún, se los acusa de estar supuestamente cerca del Maestro y, sin embargo, “hacer el mal”. Lo fundamental son las obras, la vida.

La imagen del llanto y rechinar de dientes expresa el fracaso y la desilusión de unos seguidores que creían tenerlo todo “seguro” y “derecho” al Reino y descubren que no son ellos quienes entran sino aquellos a quienes consideraban “fuera” (¿paganos?, ¿increyentes?).

El paradójico dicho del v. 30 alude, en primer lugar, a una circunstancia histórica: el pueblo judío contemporáneo de Jesús, primer depositario de la salvación, lo rechazó, a pesar de haberlo tenido tan cerca. En cambio, pueblos procedentes de todas las partes de la tierra, que no habían conocido la tradición religiosa que desembocaba en la persona única de Jesús, entrarán primero.

Esto mismo es aplicable a nosotros. Existe el riesgo de que muchos cristianos “practicantes” nos creamos mejores, por encima (“primeros”) de “otros”. Sin embargo, está claro que nos llevaremos sorpresas… Lo que cuenta no es la “etiqueta” que llevamos sino la vida.

Dicho esto, conviene recordar que Juan dirá claramente que Jesús es la puerta, la puerta que nos permite el acceso a Dios. Hay que “entrar” por Él, por sus enseñanzas, por su lógica…

2. MEDITA
  • ¿“Lucho” contra todo aquello que no me ayuda a vivir acorde al evangelio?
  • ¿Vivo de acuerdo a lo que creo? ¿Pongo en “práctica” las enseñanzas de Jesús o me limito a “saberlas”?
  • ¿Voy siendo cada vez más fiel a la persona y al proyecto de Jesús, nuestro Maestro?
3. ORA
  • Dialoga con el Señor...
  • Pídele… Dale gracias…
  • Haz silencio en tu interior…
4. COMPROMÉTETE
  • ¿A qué te invita su Palabra?
  • ¿Qué podrías mejorar o cambiar?

jueves, 11 de agosto de 2022

XX Domingo (Ciclo C): "He venido a traer fuego a la tierra" (Lc 12, 49-53)


1. LEE: LUCAS 12, 49-53

Este domingo 20 del tiempo ordinario seguimos en el contexto del camino a Jerusalén que, recordemos, es camino de formación de los discípulos y nos propone enseñanzas muy importantes para seguir creciendo como seguidores de Jesús. 
En el evangelio de hoy, Jesús habla de su misión en estos términos: «Yo he venido a prender fuego en la tierra». ¿Qué nos quiere decir?

El símbolo del fuego aparece en la Biblia con diversos sentidos, por ejemplo: devastación y castigo, purificación e iluminación. Y, sí, el fuego destruye e ilumina, purifica y calienta… La frase nos recuerda también la predicción de Juan el Bautista, quien anunció que detrás de él venía uno que bautizaría «con Espíritu Santo y fuego» (Lc 3,16). Así, en el evangelio de Lucas esta frase alude también al Espíritu que Jesús ha venido a traer. Jesús ha venido a transformar los corazones, a hacerlos arder, como a los caminantes que se dirigían a Emaús. El pro­fundo anhelo de Jesús es ver cómo su Espí­ritu –que el mismo evangelista Lucas describirá como “lenguas de fuego” (Hch 2, 1-13)– purifica y renueva los corazones, aunque toda purificación conlleva un acrisolamiento a veces doloroso.

Esta misión tiene un precio. La imagen del bautismo parece referirse al destino sufriente de Jesús, como “el precio” a pagar por su fidelidad al encargo encomendado. Bautizarse es sumergirse, sumergirse en las aguas profundas de la muerte. Jesús es consciente de su destino, y ello le genera angustia (recordemos Getsemaní), pero la angustia no le impide desear llegar hasta el final.

El deseo de Jesús es que ese bautismo se realice pronto; pues esa inmersión en el sufrimiento era necesaria (Lc 24,7.26.44-46) para que la vida nueva que emerge del bautismo, el fuego, se pro­pagase por doquier. Ese es también el simbolismo del bautismo cristiano como explícitamente lo afirma San Pablo: es un morir; pero para renacer a una vida nueva (Rm 6,4; Col 2,12).

¿Cuáles son las repercusiones de esa misión? De manera desconcertante Jesús proclama: «¿Piensan que he venido a traer al mundo la paz? No, sino división» (Mt 10,34 hablará de “espa­da”). ¿Hay una contradicción con lo que tan a menudo ha dicho? Jesús llamó bienaventu­rados a los que luchan por la paz (Mt 5,6). Y el saludo del Resucitado empieza siempre por la oferta y el deseo de paz (Lc 24,39; Jn 20,19). Pero el mismo Jesús ha advertido que la paz que él nos desea y nos da no es como la da “el mundo” (Jn 14,27). En el discurso de despedida en la Última Cena, afirma que esa paz puede coincidir con la tribulación en un mundo que se rebela ante su mensaje: «Estas cosas les he hablado para que en mí tengan paz. En el mundo tendrán tribulaciones; pero confíen en mí. Yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).

Para entender bien esto, hay que tener presente que no todo a lo que llamamos paz es auténtica paz. En línea con los profetas –principalmente de Jeremías–, la paz que Jesús ha venido a traer no es la paz de los cementerios, donde nunca pasa nada... Es una paz, que muchas veces implica conflicto, pues supone oponerse a muchas situaciones que van contra los valores del evangelio, contra todas aquellas situaciones que deshumanizan a las personas.

Por tanto, la sorprendente afirmación de que Jesús viene a traer división debe comprenderse, en primera instancia, en sentido histórico: el Mesías Jesús fue motivo de división entre los judíos y en su seno familiar; Jesús fue, en verdad, una “señal de contradicción”, como ya en el mismo evangelio de la infancia Simeón lo había profetizado (cf. Lc 2,34).

Además, en un mundo tan convulso y tan injusto como el nuestro, nuestra fidelidad a la persona y proyecto de Jesús también generará esa misma división y contradicción. La exigencia de la justicia y de la vida digna para todos los seres humanos habitualmente choca con los intereses egoístas de personas y países que, aunque suene fuerte, viven a costa de la muerte de otros. Hay poderosas “estructuras de pecado” que no aceptan de buen grado las exigencias del Evangelio que tienen que ver con la justicia social.

Por tanto, el discípulo que quiere llevar al mundo el fuego de Jesús ha de contar con que se enfrentará a resistencias y oposición. El proyecto y la persona de Jesús quiebra el orden de algunos valores sociales aceptados comúnmente. La existencia del mal es lo que explica que un mensaje de amor pueda provocar divisiones y perturbar la vida social “instalada”. Pero es un fuego que, aunque quema, trae luz, calor y ardor a la oscura frialdad de este mundo. Ser, como discípulos, una brasa de ese fuego en nuestro tiempo es una tarea que vale la pena; pero requiere fortaleza.

En resumen: Hoy el evangelio nos dice con claridad que la misión de Jesús es traer fuego a la tierra. Un fuego que queme todo aquello que deshumaniza al ser humano, que queme todo aquello que no nos permite vivir según los valores del Reino. Y esa misión le acarreará sufrimiento y muerte (imagen del bautismo), una muerte que generará nueva vida. Vivir los valores de Jesús también nos traerá conflicto, pues entraremos en contradicción con los valores reinantes, pero esa será la señal de que somos auténticos seguidores de Jesús y deberemos aprender a mantener firmes, al igual que Jesús.

2. MEDITA
  • ¿He experimentado alguna vez que mi seguimiento a Jesús, vivir de acuerdo a los valores del evangelio genera división, incomprensión y conflicto?
  • ¿Cómo los he afrontado? ¿Prefiero ceder, en nombre de la paz para no “complicarme la vida”?
  • ¿En qué siento que tendría que ser más valiente? ¿Con qué tendría que “romper”?
3. ORA
  • Dialoga con el Señor...
  • Pídele… Dale gracias…
  • Haz silencio en tu interior…
4. COMPROMÉTETE
  • ¿A qué te invita su Palabra?
  • ¿Qué podrías mejorar o cambiar?

jueves, 4 de agosto de 2022

XIX Domingo (Ciclo C): "Estén preparados..." (Lc 12, 32-48)


1. LEE: Lc 12, 32-48

Este domingo 19 del tiempo ordinario seguimos en el contexto del camino a Jerusalén que, recordemos, es camino de formación de los discípulos y nos propone enseñanzas muy importantes para seguir creciendo como seguidores de Jesús.

El evangelio de hoy da un salto respecto al domingo anterior (omite el texto, fundamental, del abandono en la Providencia divina: Lc 12,22-32), aunque sí recoge el último versículo de dicha unidad (v. 32).

Desde la experiencia de la Providencia de Dios Padre, los discípulos viven confiados en la providencia, lo que les permite vivir desprendidos de los bienes materiales, entrando en la dinámica del compartir (dar limosna).Por eso, nuestra actitud real ante los bienes nos revele si es auténtica nuestra confianza en Dios y dónde está realmente nuestro corazón.

Si leemos con atención, notaremos una insistente llamada a estar preparados, estar vigilantes. La preparación se concreta en una relación con Dios basada en la confianza y desprendimiento; con los demás, a través de la solidaridad; y con uno mismo, a través de la vivencia de los valores evangélicos que se nos proponen, poniendo nuestro corazón en ellos.

Se nos invita a ser discípulos fieles y responsables y, ellos, dará como resultado una vida “feliz” y tranquila. De hecho, Jesús se empeña en llamar “bienaventurados” a quienes viven “preparados” ante su venida.

Las numerosas imágenes del texto (personas que esperan despiertas a su señor, las lámparas encendidas, la administración de personas y bienes, el servicio, la sobriedad…) tienen gran fuerza y evoca episodios fundamentales de la historia de Israel.

“La cintura ceñida” y las “lámparas encendidas” hacen alusión a la “noche de la liberación”. Los israelitas en aquella noche –la de la primera cena pascual– confiaron en la promesa de Dios, comieron de pie, con la cintura ceñida, preparados para la marcha. Aquella noche no durmieron. Estuvieron en vela esperando el paso del Señor. Por eso, Jesús nos dice: «Estén preparados, porque cuando menos lo piensen, ven­drá el Hijo del Hombre».

La exhortación a la vigilancia se fundamenta en una honda convicción: el Señor vendrá. Desconocemos el día y la hora; y el Señor «puede tardar» (Lc 12, 45). Pero, mientras lle­ga ese momento esperado del encuentro, no hay que echarse a dormir, o caer en la desidia o refugiarse en la irresponsable excusa del “aún hay tiempo”; sino que hay que prepararse para hacerse encontrar por el Señor ocupados en realizar la misión asignada. El tiempo de la espera es, pues, tiempo de vigilancia: el tiempo de la fidelidad y de la res­ponsabilidad. Y si somos servidores fieles, tendremos la dicha de ser “servidores servidos” por el propio Señor, cuando llegue.

¿Qué es lo que hace posible esa actitud de vigilancia? La confianza en el Señor. Por eso, para estar despiertos en la noche, necesitamos fortalecer nuestra fe, cuidarla, mimarla. Una fe, que es primor­dialmente un fiarse de alguien que nos quiere y al que queremos. Sabemos que ese alguien, que es Jesús, aunque está “ausente”, está presente de otra manera a como lo estuvo en su vida en la tierra. «Estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo», nos prometió. Necesitamos buscarlo continuamente, alimentar su presencia, para que no se nos duerma la fe y para que nos aliente y nos acompañe en nuestra espera vigilante y servicial.

El evangelio eleva su exigencia a partir de la pregunta de Pedro, es decir, cuando el texto se dirige a los responsables de la comunidad. No deben olvidar que no son dueños, sino administradores, y deben ser fieles, sensatos y cuidadosos con todos los miembros de la misma. Desde la responsabilidad de cada uno, es una invitación a pensar en nuestra fidelidad al Señor, en nuestra sensatez en el ejercicio y en nuestro esmero pastoral.

Todo el vocabulario, con sus matices, gira en torno al señor y a los siervos. Es una llamada a pensar en quién es, de verdad, el “Señor” de nuestra vida y en el modo en que nosotros somos “siervos” suyos y transparencia suya para los demás.

2. MEDITA
  • ¿Cuál es mi tesoro? ¿Qué/quién está en el centro de mi corazón?
  • ¿Cómo desempeño la misión que se me ha encomendado? ¿Podría considerarme el Señor un servidor fiel y sensato?
  • ¿Qué me reprocharía hoy el Señor?
3. ORA
  • Dialoga con el Señor...
  • Pídele… Dale gracias…
  • Haz silencio en tu interior…
4. COMPROMÉTETE
  • ¿A qué te invita su Palabra?
  • ¿Qué podrías mejorar o cambiar?