Como el sol, Cristo tomó un nuevo impulso en el corazón de una noche: aquella de Navidad llena de estrellas, de ángeles, de cantos, de rebaños la retoma en otra noche, la de Pascua: noche de naufragio, de un terrible silencio, de hostil oscuridad sobre un grupo de hombres y mujeres consternados y desorientados. Las cosas más grandiosas acontecen de noche.
María Magdalena sale de casa cuando aún hay oscuridad en el cielo y en su corazón. No lleva óleos perfumados o nardo; no tiene nada entre sus manos, solo su vida resucitada: Jesús había expulsado de ella siete demonios. Va al sepulcro porque no se resigna a la ausencia de Jesús: “Amar es decir: ¡tú no morirás!” (Gabriel Marcel). Y vio que la piedra había sido quitada. El sepulcro está abierto, vacío y resplandeciente en la frescura del alba, abierto como la cáscara de una semilla. Y en el jardín es primavera.
Los evangelios de Pascua comienzan contando lo que les sucedió a las mujeres aquella madrugada llena de sorpresas y carreras. La tumba que habían visto cerrar, está abierta y vacía. Él no está. Falta el cuerpo del ajusticiado. Pero esta ausencia no basta para creer: “se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”.
Un cuerpo ausente. De aquí parte la carrera de Magdalena aquella mañana, la carrera de Pedro y Juan, el miedo de las mujeres, el desconcierto de todos. La primera señal es el sepulcro vacío, y esto quiere decir que en la historia humana falta un cuerpo para cerrar el balance de los que han sido asesinados. Una tumba está vacía, falta un cuerpo en la contabilidad de la muerte, sus cuentas dan pérdida.
Falta un cuerpo en el balance de la violencia; su balance es negativo. La Resurrección de Cristo eleva nuestra tierra, este planeta de tumbas, hacia un mundo nuevo, donde el verdugo no vence a las víctima eternamente, donde los imperios fundados sobre a la violencia, caen; y sobre las llagas de la vida se posa el beso de la esperanza. Pascua es el tema más difícil y más hermoso de toda la Biblia.
Balbuceamos, como los evangelistas, que para intentar contarla se hicieron pequeños, no inventaron palabras, sino que tomaron prestado los verbos del alba: despertarse, levantarse: El Señor se despertó y se puso en pie. Es hermoso pensar que la Pascua, lo inaudito, es contado con los verbos más simples del amanecer, de cada una de nuestros amaneceres, cuando también nosotros nos despertamos y levantamos, en nuestras pequeñas resurrecciones cotidianas.
Aquel día único es contado con los verbos de cada día. Pascua es aquí, ahora. Cada día, aquel día. Porque la fuerza de la Resurrección no descansa hasta que no haya alcanzado el último resquicio de la creación, y no haya removido la piedra de la última tumba (Von Balthasar).
(Ermes Ronchi - www.retesicomoro.it - traducido del italiano)
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