Entramos ya en la cuarta semana de Cuaresma; por tanto, estamos ya a mitad de camino hacia la Pascua.
El evangelio que se nos propone para el día de hoy, aunque se breve, es muy rico en significado.
Empieza con una imagen que para nosotros puede resultar extraña pero que era muy evidente para los judíos: “Así como levantó Moisés la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en Él tenga vida eterna”. Con ello alude al episodio narrado en el libro de los Números, c. 24. La situación es la siguiente: Como consecuencia de sus permanentes murmuraciones contra Dios y Moisés, el pueblo es atacado por serpientes, cuyas mordeduras son mortales. Para salvarlo de la muerte segura, Dios manda a Moisés colocar una serpiente en un estandarte, de modo que quienes miraran hacia allí, fueran sanados. El mensaje es claro: La humanidad, nosotros, sufrimos también permanentemente la mordedura de serpientes, es decir, los ataques del mal (recordemos el texto de Gen 1), y estos ataques suelen ser mortales, pues nos separan de Dios, que es la fuente de la vida, y del amor a los hermanos, condenándonos al egoísmo, la soledad, el aislamiento y toda una serie de actitudes defensivas y destructivas… Pero se nos propone una “medicina”: Jesús. Jesús nos viene propuesto por Juan con el gran médico, la medicina al más profundo de nuestros males, ese profundo malestar interior. Pero para que actúe como tal, debe ser acogido y debemos adherirnos a Él, a su mensaje, a su persona, a todo lo que Él nos ofrece y nos propone…
¡Cuántas veces buscamos médicos para nuestras almas, pero que no nos terminan de curar pues no atacan la raíz del mal que nos va “matando”, quitando vida, poco a poco!
Pero, el texto no termina ahí, sino que a continuación se nos dice: “Porque tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna.” ¡Qué imagen más maravillosa de Dios! Dios es alguien que nos mira con amor, con cariño, que contempla este mundo roto que a veces parece que camina hacia la autodestrucción y nos da como regalo a Jesús, su Hijo para que, por Él, volvamos a conectar con la fuente de la vida…
Sí, amigos, Dios no quiere nuestra muerte, nuestro mal, nuestra autodestrucción; Dios quiere regalarnos la vida en plenitud, pero esa vida es un don, un regalo que debe ser acogido… Una vez más, para recibir Su Vida, debemos acoger la propuesta de Jesús y adherirnos a su persona y a su mensaje…
Pero el texto profundiza en esta idea, y dice: “Porque Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salvara por Él.” ¡Qué distinto a esas imágenes de Dios que a veces circulan por allí! La de un Dios Juez, la de un Dios de “aquí te pillo, aquí te mato”, un Dios “Gran Hermano”, pendiente de nuestros fallos para condenarnos… Y, no, Dios sólo busca salvar… Dios quiere mi vida, no mi muerte… Dios quiere ayudarme a salir de tantas situaciones y posturas mías que me conducen a la soledad, al aislamiento, al egoísmo, a la muerte ya en vida… Por eso me ofrece a Jesús como Camino, como Verdad que me conduce a la Vida… Pero, una vez más, esto no sucede de manera mágica, sino que requiere de mi adhesión, de mi acogida a ese don y a esa vida que se me ofrece…
Llevamos ya tres semanas preparándonos para la Pascua, para vivir con intensidad esa vida de Jesús entregada en la Cruz y que se ha convertido para nosotros en fuente y manantial de vida… Acojamos esa vida que se nos ofrece y hagamos nuestro el mensaje de Jesús, un mensaje que nos invita a comprometernos en la construcción de un mundo donde todos nos sintamos hijos de Dios (¡no huérfanos!) y vivamos como hermanos.
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