martes, 22 de marzo de 2016

Contemplar al Crucificado

El inicio del cristianismo está en el impacto profundo que dejó en los discípulos de Jesús su pasión y su muerte. Lo que más les llamó la atención no fueron sus milagros ni su sabiduría; lo que los conmovió fue contemplar el modo como Él vive el final trágico de su vida… Y esto, en sí mismo, ya es significativo.
De la muerte de Jesús impresiona su crudeza, su rapidez (de la cena de despedida a su muerte en la cruz no pasan ni 24 horas)… Todo ocurre de prisa, como si siguiera fielmente un guión misterioso…
Lo que impresiona de su muerte no es la muerte en sí… ¡Cuántos a lo largo de la historia han muerto víctima de la injusticia, de modo cruento y violento…! Lo que impresiona es que, en ese crucificado, se nos está revelando el rostro de Dios… Y eso, realmente, mueve nuestros cimientos, echa por tierra todas nuestras imágenes de Dios, nos desconcierta… Ante el crucificado solo podemos caer de rodillas ante un Dios que es capaz de dejarse matar, de sufrir pacientemente la violencia más cruel, antes que responder con violencia; un Dios que se toma en serio nuestra libertad y que se expuso a ella, con todas sus consecuencias… O, darle la espalda, decepcionados pues, un Dios así, no nos sirve, no puede solucionar nuestros problemas, no puede resolver de manera mágica e instantánea tantas situaciones que nos escandalizan y que nos hacen sufrir… No, el crucificado no nos puede dejar indiferentes…
En su pasión, Jesús experimenta en su propia carne el misterio del pecado. No como algo abstracto, sino en el modo como actúa a través de los seres humanos, de nosotros… Jesús experimenta y padece la condición humana sin atajos, sin privilegios… Sufre la traición, la mentira, la injusticia… Es ultrajado, humillado, abandonado, torturado… Es víctima de la envidia, de la cobardía, del miedo… Padece en sí todo aquello que a nosotros tantas veces nos escandaliza… Nos quejamos de la injusticia, de la mentira, sin darnos cuenta de las veces en que nosotros mismos somos instrumento de injusticias, mentiras, envidias, cobardías…
Jesús no jugó a ser hombre. Vivir en este mundo es vivir en el imperio del pecado… Sí, en este mundo quien lleva las riendas es el pecado… Puede que muchos se escandalicen al leerme, pero es así… Ante la injusticia, la mentira, la violencia, la crueldad… estamos totalmente desamparados… No nos engañemos… Este mundo es así… Por debilidad, por cobardía, por miedo… es igual… Y Jesús, al encarnarse, asume el riesgo de venir a este mundo… Y ese riesgo lo pagó con su vida…
Pero si esto fuera todo, la venida de Jesús habría sido en vano. Lo único que habría conseguido es demostrarnos que, efectivamente, el mal y el pecado son los que vencen y parece ensañarse con el inocente, con el justo, con el que quiere vivir haciendo el bien… Pues, el que vive así, está desprotegido ante el mal, pues no lucha con sus mismas armas…
¿Qué es, entonces, lo que se nos revela en la cruz? ¿Qué contemplaron los discípulos que transformó absolutamente sus vidas?
Lo primero que salta a la vista es la inocencia de Dios respecto al mal de este mundo… Él no lo provoca, ni lo consiente, ni lo desea… Él lo padece… ¡Qué injusto es culpabilizar a Dios de los males que nos afligen…! Los únicos culpables somos nosotros mismos, los seres humanos, cuando nos dejamos conducir por el pecado y nos convertimos en sus instrumentos de injusticia, dolor y muerte en sus múltiples formas… En la cruz vemos a un Dios que se deja matar… Él sufre en su carne la terrible experiencia de que los hombres, sus criaturas, sus hijos, matamos… Y, ante esto, Él parece no reaccionar pues, para nosotros, hacerlo habría sido dar una demostración de poder y aniquilar a sus enemigos… Y Dios no es así… Dios es amor y no puede hacer otra cosa que amar, incluso a quienes lo llevan a la muerte, a quienes lo traicionan, a quienes lo abandonan… ¡Qué distantes estamos de este modo de ser de Dios!, nosotros, hechos a su imagen y semejanza…
En la cruz, por tanto, Dios no solo nos dice que es el amor absoluto, la inocencia absoluta, la no violencia absoluta… En la cruz Jesús nos dice cómo vivir en este mundo en el que impera la ley del pecado…
Nosotros nos escandalizamos ante el mal… Y cuando lo hacemos, aunque no nos demos cuenta, somos unos hipócritas… Nos quejamos cuando somos víctima de alguna injusticia (nos olvidamos, en cambio de las que nosotros cometemos)… Unos responden con la venganza, con la violencia, incluso desproporcionada, llamando a esto una respuesta justa, una legítima defensa… Otros, se aguantan, callan, pero internamente se rebelan, no lo aceptan y, en su interior, actúan con la misma violencia que los primeros. Y hay quienes, sencillamente, la padecen, convencidos de que no pueden hacer nada, asumiendo una actitud victimista, culpabilizando a los demás de todos sus males… ¡Qué lejos estamos de Dios…!
En la cruz, Jesús nos dice el único modo en que podemos vencer al mal. Sí, vencerlo, no solo padecerlo o caer en el engaño de luchar contra él con sus mismas armas… Al mal, al pecado en sus múltiples manifestaciones, solo se lo vence renunciando absolutamente a utilizar sus mismas armas… Como dice la Escritura “no resistáis al mal”, “devolved al mal con bien”. Responder al mal con mal es solo acrecentar la espiral de violencia, perpetuar el mal de generación en generación…
Esto puede parecer ingenuo, incluso inhumano… Esto no tiene nada que ver con renunciar a la lucha contra la injusticia. Jesús luchó contra los efectos del pecado. Pasó por la vida haciendo el bien, pero nunca entró en el juego del poder, de la venganza, de las medias verdades; renunció absolutamente al camino que le presentaba el maligno, tan bien dibujado en las tentaciones… Al mal solo se lo vence con amor. No un amor blandengue, un amor iluso; si no un amor que viene de Dios, que nos hace ver en el otro alguien que “no sabe lo que hace”, alguien que necesita ser liberado de las garras del maligno… Este mundo tendrá salvación solo cuando renunciemos a entrar en el juego del mal, cuando renunciemos a vengarnos, a “defendernos”, cuando apostemos por seguir confiando, esperando, amando… Solo el amor redime, solo un amor que es capaz de seguirnos amando cuando aparece la peor versión de nosotros mismos puede salvarnos y lograr sacar lo mejor de cada uno de nosotros…
Humanamente esto parece imposible… Jesús, el hijo de Dios encarnado, vino a decirnos que sí es posible, pero no apoyados en nuestras propias fuerzas, pues cuando somos atacados flaqueamos y respondemos no siempre de la mejor manera, sino apoyados firmemente en Dios. No en un Dios que nos librará del sufrimiento, del dolor, de la injusticia, si no un Dios que nos ayudará a no caer en las redes del Maligno, y a ser canales de amor, de bendición, de salvación… precisamente cuando todos nos invita a rebelarnos, a desconfiar…
La cruz nos habla de maldad, de muerte…, de hasta dónde somos capaces de llegar los hombres… Pero, sobre todo, la cruz nos habla de hasta dónde es capaz de llegar Dios, de hasta dónde es capaz de amarnos… y nos señala el camino, su camino…
En este mundo solo hay dos caminos; no nos engañemos… O el camino de Jesús, el que pasó haciendo el bien, liberando de toda enfermedad y dolencia; el que sufrió y padeció la injusticia, el que fue víctima del pecado de los hombres; el que murió con los brazos abiertos, amando, perdonando, renunciando a toda venganza o autodefensa. O el camino del pecado, que nos envuelve y nos seduce con sus vanas razones… La injusticia nunca se vencerá eliminando a nuestros verdugos ni la violencia con violencia… O detenemos la espiral del mal o alimentamos esta espiral hasta hacer de este mundo un lugar irrespirable…

Contemplemos al crucificado… Veamos en Él las consecuencias de nuestro pecado… Veamos hasta donde somos capaces de llegar si nos dejamos seducir por la tentación de “defender nuestros derechos”, de eliminar a quien nos estorba, de responder al mal con mal… Contemplemos al crucificado y penetremos en el corazón de Dios, en su manera de enfrentar el mal, en su amor incondicional… Contemplemos sus brazos abiertos, totalmente desprotegido e indefenso… Su corazón traspasado… Su invitación a dejarnos amar y a seguir sus pasos, siendo su corazón, su compasión, su misericordia en este mundo en el que impera el pecado y al que solo lo venceremos con las armas de Dios…

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