El I Domingo de Pascua, en la eucaristía, hemos leído el relato titulado “El sepulcro hallado vacío”, tal como aparece en el evangelio de Juan (20, 1-10).
Las narraciones de las apariciones de Jesús intentan hacernos partícipes de algo que es muy difícil de transmitir: la experiencia de Jesús resucitado.
A estas alturas ya parece superada la discusión en cuanto a la historicidad de este hecho. La cuestión se ha zanjado afirmando que, aunque no sepamos explicar con claridad el hecho mismo de la resurrección, ésta fue real. Es decir, cuando los discípulos hablan de que aquel que fue crucificado está resucitado, no hablan de un recuerdo o de una mera experiencia subjetiva donde cada uno puede imaginar lo que le parezca, sino de algo realmente sucedido. De hecho, si la resurrección de Jesús no hubiese sido verdadera, nadie podría explicar ese cambio tan drástico entre unos discípulos muertos de miedo y en estampida, a unos hombres y mujeres con una valentía que les hizo perder el miedo a la muerte y jugarse la vida para comunicar esta experiencia.
Este acontecimiento, la resurrección, es tan central, que era necesario comunicarlo a aquellos que no habían sido testigos de algo tan extraordinario. Por eso, se escriben relatos que, además de comunicar el hecho en sí, pretenden ser unas catequesis que nos señalen el camino a recorrer para que, también nosotros, podamos experimentar a Jesús vivo, en medio de nosotros. Por eso, no son sólo narraciones de hechos pasados, sino relatos sugestivos que nos marcan un itinerario que nos ayude a encontrarnos con el Resucitado.
La primera escena del evangelio de Juan es la del sepulcro vacío; en realidad es la primera escena de los cuatro evangelios. Pero vamos a centrarnos en el relato tal como nos lo transmite Juan.
María Magdalena, muy de madrugada; es decir, apenas puede, va al sepulcro; no puede vivir sin Jesús… Está oscuro, no sólo en el exterior si no, sobre todo, en su interior… Sin Jesús, todo es oscuridad, nada tiene sentido… Al llegar, ve la piedra quitada del sepulcro… El corazón le da un vuelco y corre a decírselo a Simón Pedro y al otro discípulo, aquel a quien Jesús quería… Pero no les transmite el hecho, sino su interpretación: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”… ¡Qué manera tan profunda y existencial de expresar su experiencia y la nuestra en tantos momentos de nuestra vida…!
¡Cuántas veces vivimos momentos de oscuridad en los que sentimos que se han llevado al Señor y no sabemos dónde encontrarlo…! Sentimos, que al no experimentarlo como solemos hacerlo habitualmente, ya no está…
Pedro, y el otro discípulo –que en realidad representa al discípulo ideal– también echan a correr… Jesús no deja quieto a nadie… Incluso “muerto” pone todo en movimiento… Llegan al sepulcro, ven los lienzos y el sudario en su sitio… Por tanto, no puede tratarse de un robo…
Esto es lo primero que intentan decirnos… No, el cuerpo de Jesús no fue robado… Nosotros vimos el lienzo y el sudario que cubría su cuerpo, y si se lo hubieran llevado, allí no habría habido nada… ¡Es lógico! ¿Entonces? ¿Qué pasó?
El impulsivo Pedro no dice nada… ¡Cosa rara! Es como si no supiera qué pensar… Sin embargo, del otro discípulo, del discípulo amado se dice: “vio y creyó”… ¡Esta es la fe! No se trata simplemente de creer en lo que no se ve, no… La fe es ver más allá de las apariencias, descubrir en aquellos acontecimientos, que a la vista de todos aparecen como intrascendentes y privados de significado, la presencia del Señor…
El mensaje es sencillo: Lo que os comunicamos es verdad, en el sepulcro no estaba el Señor y su cuerpo no había sido robado... Y nosotros sentimos en los profundo de nuestro corazón que lo que Él nos había dicho era verdad... No, no necesitáis verlo a él para creer... Basta con que dejéis que vuestro corazón experimente su presencia, que se mantiene real incluso en medio de su aparente ausencia...
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