“Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar.
De pronto vino del cielo un ruido, como el de una violenta ráfaga de viento, que llenó toda la casa donde estaban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego, las que, separándose, se fueron posando sobre cada uno de ellos; y quedaron llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar idiomas distintos, en los cuales el Espíritu les concedía expresarse” (Hch 2, 1-4).
De pronto vino del cielo un ruido, como el de una violenta ráfaga de viento, que llenó toda la casa donde estaban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego, las que, separándose, se fueron posando sobre cada uno de ellos; y quedaron llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar idiomas distintos, en los cuales el Espíritu les concedía expresarse” (Hch 2, 1-4).
La palabra Pentecostés viene del griego y significa el día quincuagésimo. El origen de la fiesta es judío. A los 50 días de la Pascua, los israelitas celebraban la fiesta de las siete semanas (Ex 34,22). Esta fiesta en un principio fue agrícola, pero se convirtió después en recuerdo de la Alianza del Sinaí. Al principio los cristianos no celebraban esta fiesta. Con el tiempo se le fue dando mayor importancia a este día, teniendo presente el acontecimiento histórico de la venida del Espíritu Santo sobre María y los Apóstoles (cf. Hch 2). Gradualmente, se fue formando una fiesta, para la que se preparaban con una vigilia solemne, algo parecido a la Pascua, tradición que aún se conserva hoy. Litúrgicamente se utiliza el color rojo para el altar y las vestiduras del sacerdote para simbolizar el fuego del Espíritu Santo.
Los cincuenta días del Tiempo Pascual y las fiestas de la Ascensión y Pentecostés, forman una unidad. En realidad, nos presentan distintos aspectos de un único misterio. El Tiempo de Pascua, hasta la Ascensión, es la etapa en la que Jesús se deja ver por sus discípulos; es el tiempo de la experiencia personal y, de algún modo, sensible. Desde entonces, los discípulos se preparan para un “nuevo tipo de presencia”, una presencia más “espiritual”. Esto viene representado por los nueve días (una novena) entre la Ascensión y Pentecostés.
Pentecostés es fiesta pascual y fiesta del Espíritu Santo. La Iglesia sabe que nace en la Resurrección de Cristo, pero se confirma con la venida del Espíritu Santo. Es hasta entonces, que los Apóstoles acaban de comprender para qué fueron convocados por Jesús; para qué fueron preparados durante esos tres años de convivencia íntima con Él. Por eso, la Fiesta de Pentecostés es como el "aniversario" de la Iglesia. El Espíritu Santo desciende sobre aquella comunidad naciente y temerosa, infundiendo sobre ella sus siete dones, dándoles el valor necesario para anunciar la Buena Nueva de Jesús; para preservarlos en la verdad, como Jesús lo había prometido (Jn 14.15); para disponerlos a ser sus testigos; para ir, bautizar y enseñar a todas las naciones.
Este Espíritu es el mismo que guió a Jesús durante su vida histórica y es el mismo que, desde hace dos mil años hasta ahora, sigue descendiendo sobre quienes creemos que Cristo vino, murió y resucitó por nosotros; sobre quienes sabemos que somos parte y continuación de aquella pequeña comunidad ahora extendida por tantos lugares; sobre quienes sabemos que somos responsables de seguir extendiendo su Reino de Amor, Justicia, Verdad y Paz entre los hombres.
Los cristianos hemos recibido el Espíritu en el Bautismo, Espíritu que nos hace hijos; y en la Confirmación hemos recibido su fuerza que nos constituye en testigos.
Los cristianos somos templos del Espíritu Santo; por eso, somos llamados a vivir una vida “espiritual”, que no quiere decir vivir en “otro mundo”, sino vivir dejándonos guiar por el Espíritu de Jesús, siguiendo sus inspiraciones, para vivir al estilo de Jesús.
Que esta Fiesta renueve en nosotros la experiencia de estar habitados por el Espíritu y nos haga dóciles a sus inspiraciones.
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