jueves, 17 de diciembre de 2009

Cuento: Ángeles de los caminos

Os comparto este lindo cuento del P. Manuel Pablo Maza Miquel, S.J. que puede ambientarnos para vivir estos últimos días del Tiempo de Adviento para prepararnos a la venida del Señor.

Fue el Sábado siguiente a su primera comunión. Montábamos el nacimiento. Íbamos liberando una a una las figuras de su prisión de papel periódico. Las desenvolvíamos con un respeto especial. Por primera vez en mi vida, no era Mamá quien ponía el nacimiento. Isabel y yo habíamos tomado su lugar.
Isabel agarró mis manos entre las suyas: -- Papá, prométeme que vamos a comulgar juntos en la misa de la noche de Navidad.— Yo sabía que mi fiscal adorada, me llevaría ante su corte por haberme quedado en el banco, la mañana de su primera comunión. Desde hacía años, mi fe estaba entre paréntesis, arrumbada entre los recuerdos de los lejanos días del Colegio. Para distraerla, le dije:
- Maneja con cuidado esos angelitos. ¿Dónde los vas a poner?
- Este año, los voy a poner en el camino que lleva a la cueva de Belén. Hacen falta ángeles en la tierra y sobre todo en el camino. Papá, ¡que Jesús te dé ojos para ver los ángeles de tus caminos!
¿Sería la sonrisa encantadora de mi hija? Me asaltó una paz nueva y dulce que me liberaba de mi cinismo de adulto instalado en el egoísmo y la trampa. Desde adentro me invitaban a creer en el bien. Mi celular vibraba. Me llamaban del “Reid Cabral”. Cuando instalé el aparato para ponerles oxígeno a los niños, le dejé mi celular a una de las monjas. Me puse en camino. Logré cruzar las marañas de los conchos, voladoras y estudiantes de la UASD. Casi daban las doce del día. La calle quemaba y reverberaba como un sartén sin aceite. En medio del tapón de la Correa y Cidrón con Lincoln, con su semáforo apagado, me quedé boquiabierto al ver a mi primer ángel. Tenía la piel tostada por el sol. Cojeaba decidido entre los carros, en la derecha un cubo pesado y en la izquierda dos botellitas de agua chorreando frío. Iba voceando: --¡Agua! ¡Agua, con hielito!-- A veces los conchos les acariciaban sus alas enormes, ni él ni nadie parecía verlas. --¡Agua!-- Siempre sonriente, dejó que una doña, con un niño en brazos envuelto en una toalla, metiera la mano en el cubo con hielo para luego pasársela por la cara al niño, y luego, por su propia cara. Después pensé que irían para el hospital. En el “Angelita” vi dos ángeles más. En la sala donde estaba el oxígeno, una muchacha de rostro sereno y amable se iba inclinando de camita en camita, para conversar con cada niño. -- ¿Y cómo te va hoy José? ¡Las águilas ganaron anoche!-- Sus alas eran hermosísimas, color dorado. Resplandecieron todavía más cuando empezó a hablar por el celular: -- Doña Rosa Emilia, yo sé que no hay cuartos, pero a este niño hay que llevárselo hoy mismo para el Oncológico. Ya veremos qué inventamos…-- Por el pasillo, pasó otro ángel con bata blanca, caminaba solemne y serio, llevando dos radiografías en la mano derecha. — Las gentes que se encontraban con él en el pasillo atravesaban sus alas. ¿Acaso era yo el único que las veía?
De regreso a casa, todavía me topé en la calle con otro ángel. Iba en chancletas en el centro de una trulla de niños y niñas en uniforme escolar todos agarrados de manos. La Doña ángel relojeaba en la acera con su tropa. A su voz de mando, todos cruzaron en carrera la Lincoln hacia Matahambre, entre risas y gritos. Las alas inmensas del ángel en chancletas cobijaban a todos los niños a derecha e izquierda. La sorpresa mayor me aguardaba en casa. Me asomé a la cocina de donde salía un murmullito. Un lápiz le dirigía la mano a Santa, que penosamente escribía: “ala, alondra, álamo…”. Mi Isabel le sonreía: -- Santa, ánimo también se escribe con a— ¡Arriba, adelante!--. ¡Mi Isabel también mecía en su espalda dos alas preciosas! Ahora en la misa del gallo, no me atrevo a mirar para el nacimiento. Con los ojos cerrados, estrecho las manos de mis dos Isabeles, mientras aguardo el encuentro que deseo y temo.

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