Está muy extendida entre nosotros la tendencia a comprender y vivir la fe como un asunto puramente privado. Bastantes piensan que la presencia comprometida de la Iglesia en la vida pública es algo totalmente ajeno a la acción evangelizadora querida por Jesús. La Iglesia tendría una misión exclusivamente religiosa, de orden sobrenatural, ajena a los problemas políticos y económicos, y debería limitarse a ayudar a sus fieles en su santificación individual. Pero luego se observa una postura curiosa. Se bendice y aprueba la intervención eclesial cuando viene a legitimar o fortalecer las propias posiciones, y se la condena como una degradación de su misión o una intrusión ilegítima cuando critica las propias opciones.
Este doble criterio a la hora de valorar la intervención de la Iglesia, ¿no está indicando una fidelidad mayor a la propia opción socio-política que a la búsqueda sincera de las auténticas exigencias de la fe?
Es indudable que la Iglesia puede en algún caso no respetar debidamente la autonomía propia de lo político y económico. Pero lo que resulta sospechoso es esa reacción casi visceral ante cualquier posicionamiento de la Iglesia que trate de concretar las exigencias sociales de la fe, sin coincidir con nuestra propia posición.
Lo paradójico es que, con frecuencia, se le pide a la Iglesia que «se dedique a lo suyo». Pero, resulta que «lo suyo», es actuar animada por el mismo Espíritu de Jesús quien se veía «enviado a dar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos... y a dar libertad a los oprimidos». No se quiere entender que la Iglesia, si quiere seguir a Jesús, debe buscar la salvación integral del hombre, que abarca a las personas concretas, los pueblos, las estructuras y las instituciones creadas por el hombre y para el hombre.
La Iglesia es entre nosotros una institución de gran incidencia pública, un «poder fáctico», como dicen algunos. El problema de la Iglesia es cómo convertirse en servicio evangelizador, inspirador de una sociedad más humana y fraterna, cómo poner su influencia social al servicio de los más desheredados de la sociedad.
La Salvación cristiana no puede reducirse a lo económico ni a lo político o cultural, pero la Iglesia "no admite circunscribir su misión sólo al terreno religioso, desentendiéndose de los problemas temporales del hombre". Es un deber suyo "ayudar a que nazca la liberación... y hacer que sea total. Todo esto no es extraño a la evangelización" (Pablo VI)
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