1. LEE: Lc 15,1-3.11-32.
Entramos
ya en el cuarto domingo de Cuaresma. A este cuarto domingo, ya muy próximo a la
Pascua, se lo denomina también domingo “laetare”. Sí, tenemos motivos para
estar alegres, pues Dios es un padre bueno que desea nuestro regreso a casa y
nos espera con los brazos abiertos.
El
evangelio que se nos propone para meditar es el que solemos llamar “Parábola del
hijo pródigo”. Sin embargo, si nos fijamos, el personaje central, el
protagonista es el padre.
Pero
veamos antes el motivo que lo lleva a contarnos esta historia.
Jesús,
durante su vida pública, fue motivo de escándalo para la gente “piadosa”.
Podríamos decir que era gente buena, cumplidora, aquellos a los que hoy
podríamos llamar “cristianos practicantes”. Ellos no pueden entender, incluso
les parece mal, que aquel hombre de Dios tenga amistad con publicanos y
pecadores, diríamos con corruptos y personas de dudosa moralidad. Y, por eso,
murmuran y lo critican. Y como a Jesús no le gusta entrar en discusiones
teóricas, va a explicar su modo de actuar contando tres parábolas: la del
pastor que pierde una oveja y sale a buscarla; la de una mujer que pierde una
moneda de gran valor y revuelve toda la casa hasta encontrarla; y la de un
padre que ha perdido a sus dos hijos y que lo único que desea es que vuelvan a
casa y vivan como hermanos.
La
historia es simple y empieza así: «Un padre tenía dos hijos…». El menor le pide
la parte de la herencia que, según él, le corresponde y a la que, en realidad,
no tenía ningún derecho, pues su padre aún estaba vivo. Sin embargo, el padre
reparte sus bienes ¡a sus dos hijos!, no solo al que se lo había pedido. Y lo
deja marchar. Este hijo representa a
todos aquellos que solo miran por sí mismos y buscan sus propios intereses y
beneficios, sin preocuparse de las necesidades de los demás o de las consecuencias
que pueda tener para otros sus actos. Y, todo, en nombre de la libertad.
A la
larga, la consecuencia de esta postura es una vida desperdiciada, sin sentido,
hasta el punto de que, este hijo, toca fondo. Este muchacho, que lo que quería
es ser libre, termina cuidando cerdos, viviendo como esclavo…Y, es ese “tocar
fondo”, lo que le da la oportunidad de entrar en sí mismo, recapacitar,
levantarse y volver a casa, pues sabe que su padre es un hombre bueno y lo recibirá,
aunque sea en condición de sirviente.
Y no
se equivocó. Su padre, nada más verlo a lo lejos, sale corriendo a su
encuentro, lo abraza, lo besa. Y no solo no hay el menor reproche -en realidad no era necesario, pues su hijo ya
había sufrido bastante- sino que hace
que lo vistan con la dignidad que le corresponde, que le den el anillo que lo
acredita como miembro de esa familia y unas sandalias, pues solo los esclavos
andaban descalzos. Y, no solo eso, sino que organiza una gran fiesta… ¡Cómo ese
padre no iba a estar contento! Todos los días se asomaba a la ventana esperando
el regreso de su hijo… Todas las noches se acostaba pensando que sería de aquel
muchacho…
Pero,
para su sorpresa, su hijo mayor, aquel muchacho responsable, trabajador,
obediente no quiere entrar en la casa pues está muy enfadado. Ha oído que hay fiesta
en su casa. Ha preguntado el motivo y le han dicho que es que su hermano ha
vuelto sano y salvo y que su padre está tan contento, que está dando un gran
banquete para celebrarlo. Y, esto, le parece injusto.
El hijo mayor representa a
aquellos que cumplen con todo lo mandado, se consideran incluso “personas
honestas”, pero no ponen el corazón en lo que hacen sino que “cumplen”
sencillamente por “sobre adaptación”, para complacer, obtener algún beneficio,
ser bien vistos…, pero en el fondo albergan una rabia profunda y destructiva
pues viven ese “ser honestos” como una carga y en el fondo envidian a quienes “hacen
lo que les da la gana”.
Y
aquel padre, va en busca de este hijo, algo que no había hecho por el hijo
menor. Tampoco le reprocha su actitud sino que, con todo cariño, le dice: «tú
siempre estás conmigo», «todo lo mío es tuyo». Aunque, al parecer, aquel hijo,
en realidad tenía el corazón lejos de su padre y se vivía como un esclavo.
La
parábola tiene un final abierto. No sabemos si aquel hijo mayor finalmente
entró en la casa. No sabemos si aquellos dos hermanos se reconciliaron. Lo que
sí sabemos es que aquel padre hará todo lo posible porque así sea… Ese padre,
nuestro padre Dios, hará todo lo posible para que tú y yo volvamos a casa; para
que tú, yo, todos, vivamos como hermanos. Ese padre, siempre estará
esperándonos con los brazos abiertos. Y la Cuaresma nos ofrece una oportunidad para hacerlo.
- ¿He tenido la experiencia de la misericordia de Dios; de su amor incondicional como padre amoroso?
- ¿Con cuál de los dos hijos me identifico más? ¿Por qué?
- ¿Hay algún “hermano” con el que necesito reconciliarme?
- Haz silencio en tu interior...
- Dialoga con el Señor... Pídele... Dale gracias...
- ¿A qué te invita su Palabra?
- ¿Qué podrías mejorar o cambiar? Decide cosas concretas.
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