1. LEER: Lucas 10, 225-37
Este XV domingo del tiempo ordinario, continuamos con la lectura del evangelio según san Lucas, c. 10, vv. 25 al 37, que nos presenta la parábola del Buen Samaritano. Recordemos que estamos en la parte del evangelio de Lucas habitualmente denominada: “Subida de Jesús a Jerusalén”, tiempo en el que intensifica la formación de los discípulos y discípulas que lo acompañan más de cerca. Por tanto, es importante leer todos estos pasajes en esa clave, una clave formativa para crecer como discípulos suyos.
El contexto de la conocida como Parábola del Buen Samaritano es una pregunta que un doctor de la Ley hace a Jesús. Como bien sabemos, Jesús no suele entrar en discusiones teóricas ni disputas teológicas; Él enseguida baja al terreno práctico. Por eso, a una pregunta “teórica”, va a responder exponiendo una situación concreta.
Si bien desde el principio se pone en evidencia que dicho doctor de la Ley lo que realmente quiere es poner en aprietos a Jesús, en su pregunta revela el modo como él entiende y vive su “religiosidad”. Lo que le interesa saber es qué tiene que hacer para heredar la vida eterna. Lo que le interesa es qué tiene que hacer, qué tiene que cumplir con el fin de, diríamos hoy, ir al cielo. Su interés, por tanto, es su propia salvación, una salvación que no es un don o un regalo que Dios nos hace, sino algo que hay que ganarse, que hay que merecer… Es la postura propia de lo que podríamos llamar un egocéntrico espiritual… el centro es él, no Dios ni, por supuesto, los demás; lo importante es cumplir y, con eso, asegurarse la vida eterna. Sin duda, es una trampa muy sutil…
Ante esto, la respuesta de Jesús es simple: «¿Qué dice la Ley?»; es decir la Escritura. Y el doctor, perfecto conocedor de la misma, responde: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo». Y Jesús, confirma su respuesta. Por tanto, el problema de este “sabio” no es que no sabe qué es lo que tiene que hacer… pues, de hecho, en la Escritura se nos dice perfectamente cuál debe ser nuestro modo de proceder. Pero, para justificarse, plantea un problema teórico… ¡Es lo que solemos hacer nosotros… nos perdemos en casuísticas que nos entretienen para no hacer lo que, en el fondo, sabemos que tenemos que hacer!
El problema de aquel hombre es que dice no saber quién es su prójimo. Y es que en tiempos de Jesús, no estaba claro. Y esto era importante pues, según la Ley, yo tengo obligación de ayudar solo a mi prójimo. Digamos que era un modo de poner límites a mi responsabilidad y tranquilizar a conciencia. Yo lo que necesito saber es a quien tengo obligación de ayudar y, por tanto, a quién no. Para algunos, prójimo es el miembro de mi familia, de mi clan; es decir, personas con las que tengo un vínculo estrecho. Para otros, prójimo era cualquier persona perteneciente al pueblo judío; es decir, aquellos con los que compartimos las mismas creencias. Había quienes ampliaban un poco más el círculo e incluían a extranjeros convertidos al judaísmo.
Para responder, Jesús sencillamente cuenta una parábola. Se trata de una persona que fue asaltada y que estaba gravemente herida («medio muerta», dice el texto). Un sacerdote y un levita, ambos hombres religiosos que bajaban de Jerusalén, lo ven y pasan de largo, incluso dan un rodeo. El motivo puede ser que, probablemente, venían del Templo donde se habían purificado y tocar un cadáver los haría volver a caer en impureza (recordemos que aquel herido estaba “medio muerto” y, por si acaso...)… El drama es que su concepción de la religión les impide socorrer a un necesitado. Su preocupación es permanecer “puros”...
En cambio, paradójicamente, es un samaritano, un “hereje”, quien se con-mueve y se mueve para ayudar a aquel pobre hombre. Y lo hace implicándose él mismo. Se baja de su caballo, se acerca, lo cura, lo sube a su cabalgadura, lo lleva a una posada, paga al posadero por adelantado para garantizar que sea bien atendido y se compromete a regresar. Realmente impresionante. Y no lo hace por obligación, no se pregunta si aquella persona cumple los requisitos necesarios para ser atendida, sencillamente, la atiende… Y Jesús pregunta, «¿quién te parece a ti que se hizo prójimo de aquel hombre?» Y, era tan obvio, que aquel doctor de la ley, no dudó en responder: «el que hizo misericordia con aquel herido». Y el diálogo culmina con una sentencia de Jesús: «Ve y haz tú lo mismo».
La única “norma” del cristianismo es el amor. Por eso san Agustín llegó a decir: «Ama y haz lo que quieras». Nada está por encima de dicha norma. Y el amor no tiene límites, no puede excluir a nadie, no admite justificaciones ni entrar en casuísticas… Si alguien necesita de mí, no hay excusas… Y no por “obligación” sino porque tengo un corazón que se con-mueve ante el dolor ajeno…
Hay quien dice que esta parábola es un autorretrato de Jesús. Él es el Buen Samaritano, aquel que va por el camino de la vida socorriendo heridos. Aquel que cuida de mí, que se abaja para ayudarme, que me carga cuando no puedo caminar, que da la vida por mí… Y, lo único que me pide es que, sencillamente, haga con los demás como Él ha hecho y sigue haciendo continuamente por nosotros.
2. MEDITA
- Cuando veo una persona necesitada, ¿actúo o me pierdo en disquisiciones teóricas o justificaciones?
- ¿Cuándo y con quién doy rodeos?
- ¿De quién tendría que hoy hacerme prójimo?
- Dialoga con el Señor...
- Pídele… Dale gracias…
- Haz silencio en tu interior…
- ¿A qué te invita su Palabra?
- ¿Qué podrías mejorar o cambiar?
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