Vivimos en una cultura en la que una inmensa mayoría de las personas ya no esperan nada, porque el trabajo o la falta de él, las prisas, los problemas… agobian y aplastan de tal manera que nos mantienen engañados en un círculo vicioso, muchas veces sin salida. Pero también hay una buena parte de personas que sí esperan, pero sus expectativas parece que sólo están enfocadas en aquello que mejora su calidad de vida, su bienestar económico, personal… aunque esto vivido en la tensión de una cuerda floja porque, al final, todo acaba siendo frágil y vulnerable…
En esta situación es donde la Iglesia nos recuerda que comenzamos el Tiempo de Adviento: tiempo para despertar nuestra lucidez, hacer un buen ejercicio de caer en la cuenta de cómo estamos viviendo y dónde está puesta nuestra esperanza…
En Adviento nos recuerda que es necesario estar en vela de modo que estemos preparados para el día en que el Señor venga a visitarnos y no de forma espectacular, sino en los gestos sencillos de la vida cotidiana, en lo pequeño de cada día… en las circunstancias que menos esperamos…
Por eso el Evangelio del primer domingo de Adviento nos recuerda, una vez más, que tenemos que “estar en vela” (Mt 24,37-44). Se nos anima a mantener el corazón atento allí donde se va a posar la luz de nuestro Mesías. Luz, que no la vamos a encontrar en donde nuestras luces deslumbran con hermosos y mágicos escaparates, llenos de propuestas para saciarnos pero solo en la superficie, sino cerca de aquellos que nos reclamarán nuestro tiempo, nuestro gesto solidario y generoso. Esto sólo es posible cambiando nuestras actitudes individualistas por actitudes en favor de todos. Es allí donde nos espera el Señor, es allí donde le podemos acoger, en lo insignificante, en aquellos que no tienen capacidad de devolvernos nada… Pero al final de este camino que ahora empezamos, sólo llegan los que están dispuestos a ser gratuitos con Él y los hermanos…
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