sábado, 2 de abril de 2011

IV Domingo de Cuaresma (Ciclo A): “Yo soy la luz del mundo” (Jn 9, 1-41)

Entramos ya en la cuarta semana de la Cuaresma. Este domingo se nos propone nuevamente una lectura tomada del evangelio según san Juan.  Como tal, diríamos que es la segunda etapa del itinerario de formación de los catecúmenos que recibirán el bautismo en la Vigilia Pascual y, para los que ya estamos bautizados, se nos invita a profundizar en uno de los aspectos fundamentales de nuestro bautismo: la luz.
Jesús se encuentra con un ciego de nacimiento, imagen perfecta de lo que supone la persona que no tiene fe. En este sentido, todos hemos sido ciegos de nacimiento, todos hemos nacido sin fe y hemos sido paulatinamente introducidas en ella… La fe no es algo que se hereda; no. La fe es algo que debemos ir descubriendo, y a lo que debemos adherirnos… La fe es una invitación, es una gracia, es un don, algo que nos es dado…
Como todos los episodios narrados por Juan, el texto está lleno de imágenes con un fuerte contenido simbólico… Como en el caso de la Samaritana, Jesús toma la iniciativa y manda al ciego a lavarse en la piscina de Siloé… Esto nos recuerda que el nacimiento a la fe comienza con el bautismo, cuando somos sumergidos en el agua… Por eso, de hecho, antiguamente al Bautismo se lo llamaba “Iluminación” y ser bautizados significaba “ser iluminados”. Esto, en la actualidad, se representa entregando a los padres y padrinos una vela encendida en el cirio pascual… De este modo se expresa la Luz, que es Cristo, que es comunicada al bautizado para poder “ver” no sólo con los ojos “biológicos” sino con los ojos de la fe… Con los ojos físicos podemos ver la realidad física; con los ojos de la fe accedemos a una realidad más profunda… Por eso, cuando se nos enseñaba en el Catecismo que la fe es creer en lo que no se ve, tal vez sería más exacto decir que la fe nos permite ver más allá de lo que se ve… La fe nos permite acceder a las verdades espirituales, nos permite ver la vida en toda su profundidad, nos permite descubrir el sentido de la existencia… Por eso, tener fe supone, en cierto modo, estar iluminados… El Señor no da una luz que permite ver lo que, sin su luz, permanecería en la oscuridad…
Pero, la fe no es simplemente creer, genéricamente, en Dios o en “algo más”. La fe del cristiano es creer en Cristo. Esto aparece también maravillosamente ilustrado en este evangelio. Leed el texto y fijaros en el modo como el ciego llama a Jesús… Al principio, para el ciego Jesús es simplemente “aquel  hombre que se llama Jesús…” cuando más adelante le preguntan: “¿qué dices de aquel que te ha abierto los ojos”, él contesta: “Es un profeta”. Cuando, poco después, vuelve a encontrarse con Jesús, le dice: “Creo, Señor” y se arrodilla ante él, adorándolo… ¡Éste es el punto de llegada de la fe!
No basta, por tanto, reconocer que Jesús existió como hombre, a estas alturas esto no está en discusión. Tampoco es suficiente decir que fue un profeta, un hombre de Dios, incluso los musulmanes, si son coherentes con lo que está escrito en el Corán, reconocen en Jesús a un Profeta… El verdadero salto es cuando reconocemos en Jesús al Hijo de Dios y lo confesamos como nuestro Señor…
Por eso, en estos días podríamos preguntarnos, una vez más, ¿quién es Jesús para mí? ¿Un gran hombre?, ¿un hombre de Dios?, ¿mi Dios y Señor?
Dediquemos un tiempo a orar sobre esto, a ponernos ante Él con nuestra fe desnuda y digámosle con humildad, desde lo profundo del corazón, como un día le dijo el desconfiado Tomás: “Señor mío y Dios mío…” o, como le dijo el padre de aquel muchacho epiléptico: “Señor, creo, pero aumenta mi fe…”

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