Todos estos días estamos insistiendo en que la Cuaresma es un tiempo que se nos ofrece para revisar nuestra vida y reorientarla hacia Dios. Para ello, se nos proponen tres medios privilegiados: El ayuno, la oración y la limosna.
Ya hemos visto que, el ayuno, nos ayuda a revisar el uso que hacemos de las cosas: el alimento, el tiempo, el trabajo, los medios de comunicación social, etc. En definitiva, a no caer en la dinámica absurda del consumismo sino a recuperar el uso de las cosas como lo que realmente son: medios puestos al servicio de la vida y dones que Dios nos regala para nuestra propia subsistencia y para compartir con los demás. Por eso, el ayuno tiene también una finalidad social, o mejor, son un cauce para crear fraternidad, pues aquello de lo que nos privamos (el ayuno supone privación), lo compartimos con quienes carecen de algo o de todo (limosna).
Pero hay algo más. El ayuno nos predispone, nos prepara al encuentro con Dios. Experimentar, aunque sea incipientemente, el hambre, la carencia, la necesidad de algo a lo que estamos acostumbrados, nos permite abrirnos a otras necesidades más trascendentes, nos permite experimentar también el hambre de Dios y a reconocerlo como Dador de todo. De allí que, la Cuaresma es un buen momento para intensificar la oración.
Pero, ¡ojo!, hablamos de oración, no de rezos… A los católicos, habitualmente, se nos ha enseñado a rezar y no tanto a orar. Rezar supone repetir fórmulas ya hechas. Esto, en principio, no tiene nada de malo, pero se corre el riesgo de decir palabras mecánicamente y de corrido, sin pensar, y menos aún sentir, lo que estamos diciendo. La oración, en cambio, es un diálogo con Dios. Y un diálogo no puede basarse en fórmulas ya hechas sino que debe ser espontáneo, de corazón a corazón, de tú a tú. Es igual que en nuestras relaciones personales. Qué distinto es relacionarnos desde fórmulas convencionales: “buenos días”, “¿cómo estás?”, “bien”, etc., a relacionarnos desde nuestra propia interioridad. Santa Teresa, por ejemplo, dice que la oración es “tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama”, y San Ignacio explica, sencillamente, que “El coloquio se hace propiamente hablando, así como un amigo habla a otro… comunicando sus cosas, y queriendo consejo en ellas…”
Si la oración es diálogo, se supone que hay dos interlocutores. Pero, en este diálogo, la iniciativa parte siempre de Dios. Es Él quien nos dirige una palabra, el que está deseando comunicarse con nosotros, el que se pone a nuestro alcance. Por eso, la primera actitud que se requiere para la oración es dedicar un tiempo a ese encuentro, un tiempo de calidad que implique silencio, de modo que estemos abiertos a la escucha.
Sí, amigos, Dios habla, ¡ya lo creo! Pero para escucharlo hay que “ponerse a tiro”. Nos habla a través de su Palabra; y Su Palabra es Jesús: sus palabras, su vida, sus hechos… Toda la Escritura debe ser leída e interpretada desde Jesús, Él es la clave de lectura. Pero también nos habla a través de los acontecimientos, leídos desde Él, y a través de las necesidades de tantas personas que nos rodean.
Os invito a que estos días dediquéis unos minutos al diálogo con Dios, a leer su Palabra, a comentarle vuestras cosas… A hablar con Él como un amigo habla a otro amigo, escuchando lo que tiene que decirnos en este momento de nuestra vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario