miércoles, 4 de marzo de 2009

Practicad el Ayuno

En este camino hacia la Pascua que es la Cuaresma, queremos reorientar nuestra vida hacia Dios, teniendo como guía a Jesús y su Evangelio.


Para ayudarnos en este camino de “conversión”, de regreso a la casa del Padre, uno de los medios que se nos propone es el ayuno. Por ello, en estos tiempos que corren, es importante aclarar en qué consiste.


El ayuno, tal como se entiende en la Iglesia Católica, consiste en hacer una única comida fuerte a lo largo del día. En este sentido, no debe confundirse con la abstinencia (entendida como no comer carne) o con la mesura (control de la cantidad de comida que injerimos para no excedernos). Son días de ayuno el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo, y días de abstinencia el Miércoles de Ceniza y todos los viernes de la Cuaresma. Hay que tener presente que la abstinencia obliga a partir de los catorce años y el ayuno de los dieciocho hasta los cincuenta y nueve años de edad. 


Dicho esto, tenemos que preguntarnos qué sentido tiene hoy ayunar. De hecho, para muchos es una práctica arcaica, que no tiene mucho sentido y que, incluso, puede resultar hipócrita y poco útil en términos prácticos pues, a fin de cuentas, ¿a quién beneficia? El que yo pase “hambre” (sólo decirlo da vergüenza, pues el hambre es otra cosa) unas horas no soluciona el hambre del mundo. Sin embargo, en muchos ámbitos el ayuno está de “moda”. Se ayuna para adelgazar, se ayuna para ser ecologista (no se consumen determinados productos), se ayuna desde un sentido social (lo que ahorro lo doy como solidaridad), se ayuna como señal de protesta (huelga de hambre). Por tanto, lo que realmente está en crisis es su sentido religioso.


En primer lugar, no debemos olvidar que el “ayuno” no es un “sacrificio”, algo que hago para fastidiarme, como si el objetivo fuera ése. No. El ayuno es antes que nada un medio para ordenar mi vida, para recuperar mi verdadera humanidad y reforzar mi conciencia de hijo y de hermano. Dios no quiere que nos fastidiemos la vida sino que crezcamos como personas y como creyentes.


En realidad, como hemos dicho ya hace unos días, el ayuno alude a nuestra relación con los bienes no desde la apropiación, el abuso o el consumismo sino desde su verdadero sentido, viviéndolos como “cosas”, como medios, como dones de Dios. El ayuno nos invita a recuperar el “orden” interno, pues muchas veces estamos sometidos al uso de cosas de las que no podemos o sabemos prescindir y que nos quitan de la relación con los demás y con Dios (la TV, el ordenador, el trabajo…) o, sencillamente, nos quitan libertad. De hecho, en muchas religiones, el ayuno es un medio privilegiado que prepara nuestro cuerpo, lo “limpia” y lo capacita para tener un encuentro más profundo con Dios.


El ayuno supone “prescindir”, “abstenerse de” como señal de autodominio, de libertad interior. Es dejar sitio en nuestro interior para experimentar el deseo de Dios, que es el único que nos sacia profundamente, no las cosas (por tanto, nos remite a la oración), y para compartir con otros (permanece actual el destinar a un fin social el dinero que ahorramos con lo que dejamos de consumir). Por eso, puedo preguntarme: Cómo estoy en mi relación con las cosas, cómo las uso, qué dependencias tengo, de qué no podría prescindir… Y, a su vez, pensar de qué tendría que “ayunar” (privarme o abstenerme) para ser más libre y para compartir con los demás.


Para profundizar en este tema os sugiero leer el artículo “Recuperar el Ayuno” de José Eizaguirre, y el texto de Isaías 58, 1-9a (El ayuno que Dios quiere).

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