En días anteriores hemos explicado ya dos de las tres “prácticas” clásicas para vivir la Cuaresma: el ayuno y la oración. Hoy vamos a hablar de la tercera: la limosna.
El término “limosna” muchas veces suele tener un sentido peyorativo… Nadie quiere recibir “limosnas”, entendiendo con ello que nadie quiere recibir un dinero miserable que apenas si soluciona sus problemas; o sencillamente porque se considera una humillación… Más aún, a la limosna se contrapone el término “justicia”… Yo no quiero recibir limosnas de nadie sino lo que me corresponde…
Sin embargo su sentido original es bien distinto.
En hebreo se utiliza la palabra “sadaqah”, es decir, precisamente “justicia”. Cuando se habla de “dar limosna”, se está pidiendo ayuda para quienes sufren injusticia y para los necesitados, no tanto en virtud de la generosidad cuanto, sobre todo, en virtud del deber de la caridad operante.
Al traducir la Biblia al griego, dicha palabra se tradujo con la palabra griega “eleemosyne”, que proviene de “éleos”, que quiere decir compasión y misericordia.
Sencillamente a partir de estos significados etimológicos, podemos decir que la limosna es una actuación, que pretende hacer un acto de justicia, movido por la compasión. Por tanto, nadie comprendería una limosna como un hecho de mera generosidad (¡qué buena es esta persona!) o por una obligación (claro, es cuaresma y hay que dar algo)… No, yo doy limosna porque me siento interpelado por la situación de necesidad que atraviesa una persona y me siento movido a compartir mis bienes para remediar dicha situación. Por eso la limosna ha sido siempre un prueba de la auténtica religiosidad de una persona. Porque, ¿acaso puedo ver a un hermano que está pasando necesidad y no hacer nada al respecto? ¿Cómo puedo decir que amo a Dios a quien no veo, si paso indiferente ante las necesidades apremiante de un hermano a quien veo? (St 2, 14-17; 1Jn 3,17).
En la oración colecta del pasado domingo, se decía: “Dios misericordioso, fuente de toda bondad, Tú nos has propuesto como remedio del pecado el ayuno, la oración y las obras de misericordia…”
Ya hemos dicho que el ayuno nos ayuda a recuperar el sentido de los bienes materiales y que la oración nos invita a intensificar nuestra relación con Dios. En cambio, la limosna toca de manera particular nuestra relación con el prójimo; por eso dicha oración, en vez de la palabra “limosna”, utiliza un sinónimo “obras de misericordia”. De este modo, se evita identificar la limosna únicamente con algo monetario, y se amplía su concepción diciéndonos que hacer limosna es practicar las obras de misericordia (Mt 25, 35-40).
Si recordáis, las obras de misericordia son 14: 7 corporales (dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, dar posada al forastero, visitar a los enfermos, visitar a los encarcelados, enterrar a los muertos) y 7 espirituales (dar buen consejo al que lo necesita, enseñar al que no sabe, corregir al que se equivoca, consolar al afligido, perdonar las ofensas, sufrir con paciencia los defectos del prójimo, rezar a Dios por los vivos y los muertos), es decir, salir al paso de las múltiples necesidades de quienes nos rodean. Por tanto, practicar la limosna es practicar el mandamiento de amar al prójimo.
También la Iglesia nos recuerda que la limosna debe darse no sólo de los bienes superfluos, sino también de los necesarios (GS 98).
Aprovechemos la Cuaresma para revisar cómo es nuestra ayuda concreta a los demás para tomar medidas que nos lleven a compartir de manera real los bienes de los que disponemos y que nos han sido dados por Dios para cubrir nuestras necesidades y las de los que nos rodean y pasan necesidad.
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