domingo, 15 de noviembre de 2009

“Yo te bendigo, Padre…” (Mt 11, 25-30)

Recordemos que nos encontramos comentado la sección del evangelio de Mateo dedicada a presentar el rechazo del que fue objeto Jesús entre sus contemporáneos (cc. 11-13)… Primero nos ha dicho la dificultad de Juan Bautista en aceptar el mesianismo “amable” de Jesús (Mt 11,2-6; Mt 11,7-15)… Luego nos ha hablado de la cerrazón de muchos que siempre ponen excusas con tal de no abrirse realmente a Dios (Mt 11,16-19; Mt 11, 20-24)… Mateo va a cerrar esta primera parte, con un texto hermoso, muy conocido por todos: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes y se las has revelado a los pequeños… Sí, Padre, así te ha parecido bien”.

Después de haberse lamentado por la poco acogida de su mensaje, Jesús eleva una oración agradecida, exultante… Jesús aparece conmovido al ver una paradoja: Resulta que los sabios e inteligentes, aquellos que estarían supuestamente mejor preparados para acogerlo, no entienden su mensaje. En cambio, aquellos que son despreciados por los doctores de la ley, por los entendidos en las Escrituras, por los observantes de todos los preceptos religiosos, resulta que son los que realmente entienden a Jesús, captan su mensaje y se abren a su acción… ¡Qué cosas!

En realidad, es una triste paradoja… Es como si muchas veces el “saber” demasiado, no nos permitiera abrirnos realmente a Dios… ¿Será porque tenemos demasiada ideas preconcebidas dentro, porque estamos “llenos”? ¿O acaso nos creemos en tal posesión de la verdad que somos incapaces de ver las cosas como realmente son y abrirnos a la novedad del Evangelio? No lo sé, sólo sé que la gente sencilla parece más preparada y mejor dispuesta para entender el mensaje de Jesús… Y no porque sean “mejores”… Sino sencillamente porque parecen tener menos pre-juicios… O porque no le dan tanta vueltas a la cabeza buscándole más patas al gato, sino que escuchan con claridad y nitidez el mensaje de Jesús…

Que el Señor nos dé un corazón sencillo para escuchar con claridad su evangelio y, como decía San Francisco de Asís, vivirlo “sin glosa”… Pues no se trata de saber muchas cosas sino de acoger a Dios en nuestra vida y de vivir de acuerdo a lo que Él pone en nuestro corazón…

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