sábado, 13 de marzo de 2010

IV Domingo de Cuaresma (Ciclo C): Convertirse es volver a casa… (Lc 15, 1-3.11-32)

En este cuarto domingo de Cuaresma, la liturgia nos presenta la normalmente conocida como “Parábola del Hijo Pródigo”, si bien cada vez más comentaristas coinciden en señalar que el nombre más apropiado tendría que apuntar más al Padre, que es el verdadero protagonista del relato. Por eso algunos la titulan: “Parábola del Padre bueno”.

Dado que lo que la Cuaresma pretende es ayudarnos a recorrer un camino de conversión, ahora nos fijaremos sólo en aquellos detalles que nos ayuden a vivir mejor este itinerario.

El contexto de la parábola es claro. Jesús es criticado por los hombres piadosos de su tiempo por su actitud de cercanía hacia los pecadores. Ya desde el comienzo del cap. 15 de san Lucas aparece una paradoja: son los pecadores y publicanos quienes se acercan a Jesús para escucharlo, mientras los escribas y fariseos se mantienen en la distancia, observando y murmurando… Es la paradoja de que podemos ser personas “religiosas” y, sin embargo, no tener una actitud de escucha al Señor y mantener una actitud de juicio permanente hacia los demás, precisamente porque nos consideramos en la verdad y sin nada de qué reprocharnos…

Con esta parábola, Jesús va a intentar explicar el porqué de su actuación, remitiéndose ni más ni menos que al modo de actuar de Dios que, por encima de todo, es Padre… Por tanto, lo que está en juego, una vez más, es la verdadera imagen de Dios… ¿Quién es Dios realmente? ¿El Dios Todopoderoso que premia a los justos y castiga a los pecadores? ¿El Dios que está al acecho de quienes se desvían de sus caminos para aniquilarlos? ¿O el Dios amoroso que ama a sus criaturas porque son sus hijos?

Fijaros que no se trata de decir: ¡Ah, entonces, da igual hacer el bien que hacer el mal, total, Dios siempre perdona! ¡Qué más da cómo nos comportemos, Dios dará a todos lo mismo!… Pensar esto es seguir en el camino equivocado… ¡Qué verdad tan grande es que el modo de pensar y actuar de Dios, su lógica, es muy distinta a la nuestra…! A Dios no le es indiferente el comportamiento de sus hijos… Sólo que no se enfada, sino que sufre… Cuando uno quiere a alguien, y este alguien hace algo malo y se hace daño, no nos enfadamos con él sino que nos duele y haríamos cualquier cosa para que saliera de esa situación… Por eso, a Dios sólo lo puede entender quien ama… o quien se ha sentido amado sin merecerlo, incondicionalmente… Porque el amor no tiene más lógica que amar y buscar el bien del otro… Ésta es la clave de lectura de la parábola y del modo de comportarse de Jesús…

Los dos hijos representan dos actitudes que suelen anidar dentro de nosotros… El menor es aquel que busca, por encima de todo, vivir autónomamente, sin dependencias ni de Dios ni de nadie; aquel que se cree con derecho a todo, que se apropia de todo (sus dones, sus cualidades…), sin recordar que todo lo que tiene ha sido recibido sin haber hecho nada para merecerlo (reclama la herencia, como si tuviera algún derecho sobre ella, y ni siquiera es capaz de agradecer lo recibido).

Y no sólo se apropia de todo lo que es y tiene, sino que no lo sabe usar bien, lo usa en su beneficio o irresponsablemente (daba grandes fiestas seguramente para ser considerado alguien importante entre aquellos extranjeros que no lo conocían de nada)… Hasta que llega un punto en que todo empieza a perder sentido… Y quien empezó sintiéndose “alguien” dada su “fortuna”, termina dándose cuenta de que al final no tiene nada y que ha terminado viviendo “como un cerdo”… ¡Cuántas veces sentimos que lo que hacemos ya no tiene sentido, que somos máquinas que van y vienen, con un profundo vacío interior! Pero, he aquí, que este hijo, al tocar fondo, “entra dentro de sí” y se mira como realmente es, llama a las cosas por su nombre, descubre su hambre, su radical necesidad e indigencia… Y esto, en lugar de hundirlo, le lleva a recordar la casa de su Padre… a añorarla… Como cuando nosotros añoramos a Dios, añoramos una relación más profunda… Es entonces cuando vuelve… Pero, ¡de qué distinta manera…!

Es verdad que la motivación inicial es un tanto egoísta… Lo que realmente busca es saciar su hambre… Pero el camino recorrido ha producido en él un cambio de actitud, al menos ahora sabe que ya no merece llamarse hijo suyo… Supone cambiar de la actitud de quien se cree con derecho a todo, a la de quien se sabe que no tiene derecho realmente a nada… y es que, ¿acaso alguno de nosotros merecemos algo de Dios? Por tanto, en este caso la conversión supone reconocer sinceramente que los caminos que hemos recorrido hasta ahora nos han ido alejando de la casa del Padre, que hemos vivido en una actitud de apropiación, y tener la valentía de entrar dentro de nosotros mismos, y buscar aquello que nos falta, ¡volver a la casa del Padre, que es nuestra casa!

Pero he aquí que el Padre tenía también otro hijo… Éste nunca se había alejado de casa, siempre había estado al servicio del Padre pero, lo dramático, es que nunca se había sentido en casa y estaba lejos del corazón del Padre… Y, sí, podemos ser personas religiosas, devotas, cumplidoras, en el mejor de los sentidos, pero vivirlo como una carga, como una exigencia o como algo que nos pone por encima de los demás, pero que nos lleva a vivir de manera resentida con Dios (todo lo que hago por ti y me viene esta enfermedad, me quitas a un hijo…) y en una actitud de enfado permanente con quienes nos rodean… Por eso, también éste necesita convertirse… No basta estar en la casa del Padre, se trata de vivir como hijo y como hermanos…

Que el Señor nos conceda la gracia de descubrir aquello de lo que necesitamos convertirnos esta Cuaresma.

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