El primer domingo de Cuaresma se nos invitaba a reconocer y vencer las tentaciones que encontramos en nuestro camino de seguimiento de Jesús, dejándonos guiar por una atenta lectura de la Escritura. El segundo domingo se focalizaba aún más nuestra atención en la persona de Jesús… No se trata sin más de una lectura atenta de la Palabra de Dios, sino que se trata de escuchar a Jesús… Él es el camino que nos conduce al Padre; es Él quien nos indica la verdadera meta de nuestra existencia, una vida vivida en fidelidad al proyecto de Dios, que hallará su plena realización en la entrega de la propia vida, sabiendo que el verdadero punto de llegada es la casa del Padre…
Este tercer domingo de Cuaresma nos invita a dar un paso más… El Señor nos llama a la conversión… Esta palabra está tan gastada que ha perdido su verdadero sentido… La conversión no es una cuestión moral… La conversión es una actitud religiosa… No se trata de dejar de hacer cosas malas y de hacer cosas buenas, sin más; la conversión nos invita, sobre todo, a volver a Dios… Y es esta vuelta a Dios, la que cambia nuestra vida, pues nos ayuda a ver las cosas en su verdadera dimensión, nos descentra de nosotros mismos y nos vuelve a Dios y a los hermanos…
El evangelio que se nos propone este domingo (Lc 13, 1-9) presenta dos episodios aparentemente inconexos. La primera parte parece una crónica de sucesos… La gente comenta con Jesús una noticia estremecedora: Unos galileos han sido ejecutados por Pilato… Recordemos que Jesús era de Galilea… La noticia no debió dejarlo indiferente… ¿Acaso podría ser el presagio de su próxima muerte? Pero Jesús no se queda en el hecho en sí sino que hace una llamada a la conversión… ¡Cuántas veces también nosotros nos quedamos en la superficie de las cosas!, nos dejamos impactar por noticias terribles: terremotos, tsunamis, actos terroristas… Y sí, está bien, al menos tenemos sensibilidad hacia el sufrimiento ajeno… Pero se nos olvida que la verdadera tragedia humana es vivir de espaldas a Dios. Lo terrible no es el terremoto en sí; lo terrible es la insolidaridad, la falta de ética que lleva a construir edificios en zonas peligrosas, con materiales inadecuados, que hace que todos aquellos inmuebles sean más vulnerables ante las catástrofes… Lo terrible son los males ocasionados por nosotros mismos, aquellos que sí podrían evitarse… El asesinato de aquellos galileos podría haberse evitado si Pilato hubiese sido de otro modo… Muchas cosas podrían evitarse si nosotros fuéramos de otro modo… Por eso, la llamada a la conversión no es una llamada catastrofista, como la que hacen algunos aún en nuestros días, que nos intentan mover desde el miedo al castigo… No, la llamada a la conversión que hace Jesús no es una amenaza sino que expresa la profunda esperanza en el ser humano, en cada uno de nosotros… Y es aquí donde está el punto de conexión con la segunda parte del evangelio…
Hay una higuera, probablemente frondosa…Jesús se acerca esperando encontrar higos, pero no encontró nada… El símil es evidente… El Señor se acerca a nosotros, que muchas veces guardamos una buena apariencia externa (no robamos, no matamos, cumplimos con nuestros deberes religiosos…), pero no encuentra fruto…
Muchos le sugieren cortar la higuera… ¡No da lo que cabría esperar de ella! Como cuando nosotros decimos, refiriéndonos a muchas personas: “Con ésta, con éste, no hay nada que hacer… Déjalo estar”… Y lo damos por perdido…
El Señor no da a nadie por perdido… El Señor siempre espera en nuestra capacidad de cambio…
La Cuaresma es esto, un tiempo que el Señor nos regala dedicado a ver nuestra vida a los ojos de Dios… Preguntémonos sinceramente: ¿Estoy dando el fruto que el Señor espera de mí? ¿Qué me impide responder como el Señor desea? ¿En qué debe consistir mi “conversión” esta Cuaresma?
Recordemos que el Señor sigue esperando, mirándonos con cariño… Sigue cuidando nuestra higuera, echándole abono con su gracia… Aprovechemos este tiempo para quitar de nosotros todo aquello que nos impide entregarnos de verdad a Dios y a nuestros hermanos…
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