domingo, 3 de enero de 2010

II Domingo de Navidad: “Y la Palabra se hizo carne y puso su tienda entre nosotros” (Jn 1,1-18)

En los lugares donde la fiesta de los Reyes Magos o de la Epifanía se celebra el 6 de enero, en la eucaristía del segundo domingo después de Navidad se lee el Prólogo del Evangelio según san Juan (1, 1-18). En su defecto, en dicha misa se leen las lecturas correspondientes a la Epifanía del Señor. Pero de dicha fiesta hablaremos la próxima vez; hoy nos pararemos en este hermoso texto de Juan.

El Prólogo es el más hermoso himno cristiano sobre la Encarnación. En el Tiempo de Navidad se lee varios días; concretamente, si os acordáis, lo hemos escuchado también en la misa de Navidad, el día 25, y en la misa del 31 de diciembre.

La predicación cristiana comenzó por los acontecimientos de la Pascua… El mensaje era muy sencillo… “Aquel que vosotros matasteis, Dios lo ha resucitado”… Puede parecer extraño, pero es que es en la muerte de Jesús donde los apóstoles descubrieron el amor de Dios que es capaz de dar la vida por nosotros, incluidos quienes lo mataron… ¡Y no hay amor más grande que dar la vida…! Pero no sólo eso, sino que aquel Jesús, condenado por blasfemo, resulta que era el Hijo de Dios y sigue vivo, junto a nosotros… ¡Increíble…!

Poco después, se vio la necesidad de conocer un poco más a este Jesús y se empezó a hablar de su vida y su mensaje, a partir del Bautismo en el Jordán; muestra de ello es el evangelio de Marcos. Así, se fueron haciendo recopilaciones de milagros, sucesos, palabras, muchas de las cuales aparecen en los evangelios de Mateo y Lucas… Son estos dos evangelistas quienes intentan ir un poco más allá y se preguntan por la identidad de Jesús y elaboran los denominados Evangelios de la Infancia, cada uno con una perspectiva pero, fundamentalmente, con el mismo mensaje: Jesús es el Mesías, el enviado de Dios, el Salvador, el Señor… Es decir, ¡Dios! desde su misma concepción.

El evangelio de Juan da por supuesta la existencia de los tres sinópticos y nos presenta un relato más elaborado y profundo… Por eso, en el Prólogo no sólo busca responder a los orígenes históricos de Jesús sino al mismo origen de su ser, si podemos hablar así… Y de esa mirada contemplativa surge este hermoso himno que es un canto de alabanza, producto de un corazón profundamente admirado, sobrecogido y desbordado al contemplar a Jesús y descubrir su ser más íntimo…

El himno va desplegando poco a poco el ser de Jesús. Empieza diciendo: “En el principio existía la Palabra… y la Palabra era Dios” (1-2)… Sí, desde siempre Dios ha existido como Palabra, como comunicación… Por eso, desde siempre, ha tenido el deseo, casi la necesidad de comunicarse… Y, movido por ello, crea todo lo que existe… Este himno afirma que todo, absolutamente todo lo que existe fue hecho por ella, porque ella es, por naturaleza, luz y vida… y la luz y la vida son expansivas (3-5)… Más aún, no sólo todo lo creado existe por ese amor infinito de Dios que genera vida, sino que Dios mismo se halla presente en la creación, aunque, lamentablemente, no solemos reconocer esa presencia (10-11). Pero, a quienes lo descubren y acogen, les hace el regalo más precioso: ¡ser hijos suyos! (12).

Es entonces cuando el himno alcanza su máxima expresión y dice: “Y la Palabra se hizo carne y puso su tienda entre nosotros” (14)… Sí… Todo lo anterior se queda pequeño… El verdadero proyecto de Dios no era sólo crear y estar presente en su creación, sino asumir la condición humana, humanarse… Y, ante este hecho, sólo podemos permanecer en silencio, con el corazón sobrecogido y agradecido… Sí, Dios quiso hacerse hombre, quiso hacerse como yo, para experimentar en sí mismo lo que es la condición humana, para acercarse a mí, para hablar en mi lenguaje, para que yo lo pudiera conocer, para que yo pudiera acercarme a Él y acogerlo en mi vida, no como alguien misterioso e inaccesible, sino como alguien que ha deseado ponerse a mi altura, hacerme hijo suyo…

Que estos días de Navidad sigan siendo días para interiorizar esta realidad y para experimentar el gozo de haber descubierto a Dios en nuestra vida, un Dios tan humano, tan cercano y, por eso, tan divino…

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