Queridos hermanos y hermanas:
Esta mañana, durante la misa celebrada en la Capilla Sixtina, he administrado el sacramento del Bautismo a varios recién nacidos. Esta costumbre está ligada a la fiesta del Bautismo del Señor, con la que se concluye el tiempo litúrgico de la Navidad. El Bautismo expresa muy bien el sentido global de las festividades navideñas, en las que el tema de convertirse en hijos de Dios gracias a la venida del Hijo unigénito en nuestra humanidad constituye un elemento dominante. Él se hizo hombre para que podamos convertirnos en Hijos de Dios. Dios nació para que podamos renacer. Estos conceptos aparecen continuamente en los textos litúrgicos navideños y constituyen un motivo entusiasmante de reflexión y esperanza. Pensemos en lo que escribe san Pablo a los Gálatas: "envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva" (4, 4-5); o en lo que dice san Juan en el Prólogo de su Evangelio: "a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios" (Juan 1,12). Este estupendo misterio, que constituye nuestro "segundo nacimiento" -el renacimiento de un ser humano de lo alto, de Dios (Cf. Juan 3,1-8)- tiene lugar y se resume en el signo sacramental del Bautismo.
Con este sacramento el hombre se convierte realmente en hijo, hijo de Dios. A partir de ese momento, el fin de su existencia consiste en alcanzar de manera libre y consciente aquello que desde el inicio constituye el destino del hombre. "Conviértete en lo que eres", representa el principio educativo básico de la persona humana redimida por la gracia. Este principio tiene muchas analogías con el crecimiento humano, en el que la relación de los padres con los hijos pasa por separaciones y crisis, de la dependencia total a la conciencia de ser hijo, del reconocimiento del don de la vida recibida a la madurez y la capacidad para dar la vida. Engendrado por el Bautismo para una nueva vida, también el cristiano comienza su camino de crecimiento en la fe que le llevará a invocar conscientemente a Dios como "Abbá - Padre", a dirigirse a Él con gratitud y a vivir la alegría de ser su hijo.
Del Bautismo se deriva también un modelo de sociedad: la de los hermanos. La fraternidad no se puede establecer a través de una ideología y mucho menos por el decreto de un poder constituido. Nos reconocemos hermanos a partir de la humilde y profunda conciencia del ser hijos del único Padre celestial. Como cristianos, gracias al Espíritu Santo, recibido en el Bautismo, se nos ha dado el don y el compromiso de vivir como hijos de Dios y como hermanos, para ser como "levadura" de una humanidad nueva, solidaria y llena de paz y esperanza. En esto, nos ayuda la conciencia de tener, además de un Padre en los cielos, también una madre, la Iglesia, de quien la Virgen María es modelo perenne. A ella le encomendamos los niños recién bautizados y sus familias y le pedimos para todos la alegría de renacer cada día "desde lo alto", del amor de Dios, que nos hace sus hijos y hermanos entre nosotros.
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