domingo, 23 de octubre de 2016

Desnudos ante Dios. (Lc 18, 9-14)

Al ver que había personas que se creían perfectas y que despreciaban a los demás, Jesús cuenta una parábola, la conocida como parábola del fariseo y el publicano.
Dos hombres van al Templo a orar. Uno, erguido, reza como dirigiéndose a sí mismo: "Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás, ladrones, injustos, impuros..." Empieza de la manera correcta, como enseña la Biblia; de hecho, la mitad de los salmos son de alabanza o agradecimiento. Pero, aunque aparentemente se dirige a Dios, el fariseo en realidad está centrado en sí mismo, centrado en una palabra de solo dos letras que no se cansa de repetir, yo: yo te doy gracias, yo no soy, yo ayuno, yo pago.
Ha olvidado la palabra más hermosa del mundo: tú. Orar es ponerme ante un tú, ante Dios. Vivir y orar recorren el mismo camino profundo: la búsqueda nunca colmada de un tú, de un amor, de un sueño, de un Dios en quien reconocerse, amado y amable, capaz de un encuentro verdadero. 
“Yo no son como los demás”. Para el fariseo, el mundo le parece como una cueva de ladrones, dedicados al robo, al sexo, al engaño. Tiene fracturada el alma: no se puede orar y despreciar; no se puede cantar gregoriano en la iglesia y, fuera, ser despiadados. No se puede alabar a Dios y demonizar a sus hijos. Esta es la enfermedad del alma.
En esta parábola, Jesús tiene la audacia de denunciar que la oración nos puede separar de Dios, nos puede volver “ateos”, poniéndonos en relación con un Dios que no existe, que es solo una proyección de nosotros mismos. Equivocarnos acerca de Dios es lo peor que nos puede pasar porque, de este modo, nos equivocamos sobre todo, sobre el hombre, sobre nosotros mismos, sobre la historia, sobre el mundo (Turoldo). El publicano, un guiñapo humano situado en el fondo del templo, nos enseña a no equivocarnos sobre Dios y sobre nosotros: situado a la distancia, se golpeaba el pecho, diciendo: “Oh Dios, ten misericordia de mí que soy un pecador”.
Hay una pequeña palabra que cambia todo en la oración del publicano y que la hace auténtica: “tú”. Palabra profunda: “Señor, ten piedad de mí”. Y mientras el fariseo construye su religión en torno a lo que él hace por Dios (yo rezo, pago, ayuno…), el publicano la construye en torno a lo que Dios hace por él (“tú, ten piedad de mí, que soy un pecador”), y se crea el contacto: un yo y un tú entran en relación, algo va y viene entre el fondo del corazón y lo profundo del cielo. Como un gemido que dice: “Soy un ladrón, es verdad, pero así no me siento bien, así no estoy contento. Quisiera tanto ser distinto y no puedo, pero Tú, Señor, perdóname y ayúdame”.
“Volvió a casa justificado”. El publicano es perdonado no porque sea mejor y más humilde que el fariseo, sino porque se abre como una puerta que se abre al sol, como una vela que se expone al viento se abre a la misericordia, a esta extraordinaria debilidad de Dios que es su única omnipotencia, la fuerza que vuelve a dar a luz en nosotros la vida.
(Ermes Ronchi - www.retesicomoro.it - traducido del italiano)

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