sábado, 8 de octubre de 2016

Jesús cura 10 leprosos. (Lc 17, 11-19)

Jesús está de camino. Y como en el camino, la lentitud del andar favorece el encuentro, la atención transforma cada encuentro en un acontecimiento. Y, he aquí, que diez leprosos, una comunidad sin esperanza, de repente, se cruzan en el camino de los doce…
Y Jesús, “apenas los ve”… Sí, enseguida, sin esperar un solo segundo, “apenas los ve”, antes incluso de escuchar su lamento… Jesús tiene ansia de curar, su amor tiene prisa, es un amor que previene, un amor que se anticipa, es el pastor que desafía el desierto por una oveja que se ha perdido, es el padre que corre al encuentro del hijo que aún viene de camino…
Ante el dolor del hombre, aparecen los tres verbos que describen el actuar de Cristo: ver, detenerse, tocar, aunque sea con la sola caricia de la palabra. Ante el dolor, se desencadena una urgencia, la prisa de hacer el bien: nadie debe sufrir un segundo de más… Esto me recuerda un verso bellísimo de Ian Twardowsky: ¡Démonos prisa en amar, las personas se marchan tan rápido…! El amor verdadero siempre tiene prisa. Está siempre atrasado respecto al hambre de abrazos o de salud.
“Id…” Y mientras iban, fueron purificados. Son purificados no cuando llegan donde los sacerdotes, si no mientras caminan. La curación empieza con el primer paso que realizan creyendo en la palabra de Jesús. La vida sana, no porque alcance una meta, sino cuando pone en marcha procesos, cuando inicia un itinerario. Nueve leprosos son curados y no sabemos nada más de ellos. Probablemente desaparecen ante la vorágine de su inesperada felicidad, secuestrados por abrazos reencontrados, al volver a convertirse en personas libres y normales.
En cambio, un samaritano, un extranjero, el último de la fila, se ve curado, se detiene, se gira y regresa, porque intuye que la salud no le ha sido dada por los sacerdotes, sino por Jesús; no por la observancia de reglas y ritos, sino por el contacto con la persona de aquel Rabbí. No hace ningún gesto llamativo: regresa, canta, lo aprieta, dice un simple gracias, rebosante alegría.
Una vez más, el Evangelio propone un samaritano, un extranjero, un hereje como modelo de fe; “tu fe te ha salvado”. La fe que salva no es una profesión verbal, no está compuesta por fórmulas sino por gestos que salen del corazón: el regreso, el grito de alegría, el abrazo que envuelve los pies de Jesús.
El centro de la narración es la fe que salva. Los diez son curados. Los diez han creído en la palabra, se fiaron y se pusieron en camino. Pero solo uno ha sido salvado. Una cosa es ser curado y, otra, ser salvado. En la curación se cierran las llagas, renace una piel como la primavera. En la salvación se encuentra la fuente, tú entras en Dios y Dios entra en ti, y florece tu vida entera…
(Ermes Ronchi – www.retesicomoro – traducido del italiano)

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