domingo, 2 de octubre de 2016

Si tuviéramos fe como un grano de mostaza… (Lc 17, 5-10)

Jesús acaba de decir a los discípulos algo que les parece imposible: “¿cuántas veces tengo que perdonar? Setenta veces siete”. Y brota de ellos una petición espontánea: aumenta nuestra fe, o no lo conseguiremos… Una oración que Jesús no escucha, porque a Dios no le corresponde aumentar nuestra fe, no puede hacerlo: la fe es la libre respuesta del hombre a la invitación amorosa de Dios. Además, basta poca, muy poca para obtener resultados impresionantes: “si tuvierais fe como un grano de mostaza, podríais decir a esa morera, ¡arráncate de raíz y plántate en el mar!”
Aquí vemos uno de los rasgos típicos de los discursos de Jesús: lo infinito se revela en lo pequeño. Jesús elige hablar del mundo interior y misterioso de la fe usando palabras sencillas, cotidianas; revela el rostro de Dios y la llegada del Reino, a través de imágenes simples: migajas, un poco de levadura, las hojas de una higuera, un niño en medio de los adultos… Es la lógica de la Encarnación que continúa; aquella de un Dios que, siendo omnipotente, se ha hecho frágil; de eterno, se ha perdido dentro del fluir de los días.
La fe se revela en la más pequeña de las semillas y, después, en la grandiosa visión de árboles que vuelan hasta los confines del mar… La fe es nada y es todo. Ligera y fuerte. Tiene la fuerza de arrancar árboles y la ligereza de una pequeña semilla que se rompe en el silencio. 
He visto el mar llenarse de árboles, he visto empresas que parecían imposibles: madres y padres resurgir después de dramas atroces, discapacitados con ojos luminosos como estrellas, un misionero discípulo del Nazareno salvar millares de niños-soldado, una pequeña monja albanesa romper los tabúes milenarios de las castas… Una semilla, no la fe segura y desafiante, sino aquella que en su fragilidad tiene todavía más necesidad de Dios y que por su pequeñez tiene aún más confianza en su poder.
El evangelio termina con una pequeña parábola sobre la relación entre un amo y su siervo, que concluye con unas palabras inquietantes: “una vez que hayáis hecho todo lo que tenéis que hacer, decid: siervos inútiles somos”. Pero, entendamos bien: en el evangelio el servicio nunca es catalogado de inútil; todo lo contrario, es el nombre de la nueva civilización. Siervos inútiles no porque no sirvamos para nada sino, según la etimología de la palabra, porque no se busca la propia utilidad, el propio interés, no se reivindica ningún derecho ni se tienen grandes pretensiones. La felicidad está en servir a la vida.
Siervo es el nombre que Jesús elige para sí; y yo debo ser como Él, porque esta es la única manera de crear una historia distinta, que humaniza, que libera, que planta árboles de vida en el desierto y en el mar. Inútiles porque la fuerza que hace germinar la semilla no procede de las manos del sembrador; la energía que convierte no está en el predicador, sino en la Palabra. “Nosotros somos las flautas, pero tuyo es el aliento, Señor”. (Rumi)
(Ermes Ronchi – www.retesicomoro – traducido del italiano)

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