sábado, 15 de octubre de 2016

Orar con insistencia. (Lc 18, 1-8)

Jesús dice una parábola sobre la necesidad de orar siempre. Esto a nosotros nos parece algo imposible de alcanzar. Pero no hay que confundir orar con recitar oraciones sin parar; Jesús mismo lo ha dicho: "Cuando oréis, no digáis muchas palabras. Es mejor un instante de intimidad que miles de salmos en la lejanía" (Evagrio Póntico). Porque orar es como querer a alguien. Y esto mismo sucede con Dios: "el deseo ora siempre, aun cuando la lengua calle. Si tú deseas siempre, tú orarás siempre" (San Agustín).
El evangelio nos conduce a la escuela de oración de una viuda, una mujer fuerte y digna que no se rinde, frágil e indómita, al mismo tiempo. Ha sido víctima de una injusticia y no inclina la cabeza. Había un juez injusto. Y una viuda iba todos los días donde él y le pedía: "¡Hazme justicia contra mi adversario!"
Jesús a lo largo de todo el evangelio tiene una especial predilección por las mujeres solas, porque representan la categoría bíblica de los indefensos, las viudas, los huérfanos, los forasteros, los defendidos por Dios.
Una mujer que no se deja vencer, nos revela que la oración es un "no" resuelto al "así son las cosas", es como el primer gemido de una nueva historia que empieza. ¿Para qué orar? Es como decir: ¿Para qué respirar? Para vivir. La oración es la respiración de la fe. Es como un canal abierto por el que circula el oxigeno del infinito, un reconectar continuamente la tierra con el cielo. Igual que para dos que se aman, su respiración es el amor.
A lo mejor todos, alguna vez, nos hemos cansado de orar. Las oraciones se elevaban en vuelo desde el corazón como la paloma del arca de Noé, pero ninguna regresaba para traer una respuesta. Y me he preguntado, y me han preguntado tantas veces: ¿acaso Dios escucha nuestras oraciones?, ¿sí o no? La respuesta de un gran creyente, el mártir Bonhoeffer es esta: "Dios escucha siempre, pero no nuestras peticiones sino sus promesas". Y el evangelio está llena de ellas: no os dejaré huérfanos, estaré con vosotros, todos los días, hasta el final de los tiempos.
No se ora para cambiar la voluntad de Dios sino el corazón del hombre. No se ora para obtener, sino para ser transformados. Contemplando al Señor somos transformados en aquella misma imagen (cf. 2Cor 3,18). Contemplar, transforma. Uno se convierte en aquello que contempla con los ojos del corazón. Uno se convierte en aquello que ora. Uno se convierte en aquello que ama.
De hecho, los maestros del espíritu dicen: "Dios no puede dar nada menos que a sí mismo, y dándose a sí mismo, nos da todo" (Sta. Catalina de Siena). Obtener a Dios de Dios, ese es el primer milagro de la oración. Y sentir su aliento mezclado para siempre con mi aliento.
(Ermes Ronchi - www.retesicomoro.it - traducido del italiano)

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