Hemos dicho que la oración cristiana por excelencia comienza con una invocación: “Padre nuestro que estás en los cielos”, si bien actualmente se reza: “que estás en el cielo”.
En esta invocación se refleja el verdadero rostro de Dios. La experiencia del cristiano es la experiencia de Dios como Padre, como fuente del amor y de la vida, como aquel que nos da seguridad, consistencia y confianza.
Jesús nos invita a llamar a Dios como Él lo llama. Es por esto por lo que nosotros también nos atrevemos a decir “Padre”, porque es la imagen de Dios que nos ha revelado Jesús.
Esta experiencia de Dios como Padre no nos deja cerrados en nosotros mismos, es una experiencia que nos abre a los demás, por eso decimos, al mismo tiempo, “nuestro”. Dios es Padre de todos, sin exclusiones, y todos somos sus hijos y, por tanto, hermanos. La oración del Padre nuestro es la oración de la filiación y, por ende, de la fraternidad.
Afirmar que el Padre está en el cielo es afirmar su trascendencia. Dios es Padre, está cerca de nosotros, pero no es sin más uno de nosotros: ¡es Dios! Es Alguien que está por encima de todo, que lo trasciende todo y que, por eso, nos ayuda a ver las cosas de otro modo. Aunque su rostro se ha traslucido en Jesús, Dios sigue siendo un Misterio, es decir, no podemos pretender encerrarlo en nuestras ideas preconcebidas ni que se ajuste a nuestras expectativas… Somos nosotros quienes tenemos que aprender a descubrir, humildemente, quién es Dios, abrirnos a su presencia silenciosa pero real…
Decir que el Padre está en el cielo es, a su vez, un modo de recordarnos que nuestro verdadero padre no es el de la tierra sino el del cielo y que es de él de quien tenemos que aprender cómo comportarnos en la vida… No hay ninguna otra fuente de autoridad.
En muchas de sus oraciones, Jesús eleva sus ojos al cielo… Hoy, también nosotros, por algún instante, elevemos nuestra mirada de la tierra y dirijámosla al cielo, donde está nuestro Padre mirándonos, amándonos, acompañándonos…
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